3 otros

 

 

 

Creo que cada día descubro a más otros, y en actividades —o inactividades— más extrañas,

menos normales: el vecino del tercero es un otro: antes del amanecer, día a día, saca su rebaño

de cabras hasta un solar cercano que está lleno de papeles que el viento arremolina y hace danzar,

y que las cabras se comen al vuelo: a mediodía, el mismo vecino sale con sus 7 tomos de Proust

o con su trono a cuestas, indocumentado y feliz, introduciendo la ambigüedad o la primera sustancia 

entre la gente del barrio, que no lo aprecia —ni lo desprecia—.

 

El cura párroco es un otro: lo veo confundido o cansado, pero lo peor es que tiene casi todas las notas

descriptivas de la presencia mental con una barbaridad de límite: es siempre lo mismo, la mismidad,

como la nota idéntica de un aburrido diapasón: y es el ocultamiento que ocultando se oculta —es decir,

un tanto siniestro—pero también: lo que hay ya inmediatamente abierto.

Se queda en el umbral de su pequeña iglesia: en el cabe sí: mirando los charcos nuevos, recientes, de la

última lluvia, rebosantes de agua turbia. A veces, viéndolo mirar los charcos con una infinita nostalgia de

futuro, sospecho que está buscado su nombre único en el tratado del alma: como si se dijera al oído

que si encuentra su nombre —cuando encuentre su nombre— saldrá pitando hacia Mondoñedo, sin pasar

por Puerto Príncipe, en busca de una novia a la que siempre ha querido y —esto no lo piensa, pero es un

claro implícito— ahorrándose la visita de rigor a Dios Padre: frustrado y fraudulento, el cura párroco planea

—como muchos otros— hacerse con la incandescente réplica en vida, vamos: antes de morir y, si tiene la

oportunidad, sin morir nunca.

 

Y Nancy, inmigrante del Perú, es una otra: con esas ojeras de un color magullado y los labios martirizados

en azul oscuro o en rojo asfixia, como si el marido que no tiene o la vida que tampoco tiene, le dieran cada

mañana —antes del amanecer— y cada tarde —antes del anochecer— una puntual somanta de palos.

En vez de pensar o sentir o entristecerse o fantasear, Nancy engulle todos estos materiales delicados y va

dejando que se asienten en sus estanterías interiores, que sedimenten muy despacio en sus fondos de

mujer oscura, mientras ella se queda neutra o lenta o parsimoniosa, quizá anestesiada o insensible o

sencillamente atontada: sin dolor, sin sufrimiento, postiza y sin gallinas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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