Uno considera que es un privilegio poder pasear por un mundo, por un planeta,

en el que viven mujeres tan hermosas.

Claro que mientras la veo y la miro, al mismo tiempo, a la vez, puedo oler la sangre

de los mataderos que llenan las ciudades de los hombres -que tanto obsesionaban a

Bacon- y puedo oler los pequeñísimos cadáveres en putrefacción de los niños que se

están muriendo por un litro de agua o por cien gramos de arroz.

Y en los mediodías de calor insoportable de agosto, cuando el sol directo derrite el

negro asfalto, puedo ver a las putas junto a la carretera esperando para hacer una

felación barata, lo que no es más doloroso que la masiva, constante, atroz esclavización

barata de los hombres por los hombres.

Pero de pronto cae la tarde y la luz es densa y dorada y las sombras se alargan sobre

la tierra roja y los colores de las fachadas se enternecen: ya está, es apenas un instante

y nunca es suficiente.

Sara está hermosa con dos nubes en su nube, con dos labios en su boca, con dos ojos

en una mirada. Sus clavículas horizontales llegan desde los extremos de la tierra y el sol

pálido de luz embellece su piel.

 

 

 


 

 

 

 

 

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