Ante esta toma frontal sin barreras, uno tiende a pensar que Anna, todavía muy joven,

abusa de la mirada, que utiliza una mirada que aún no puede respaldar y que se trata

más bien de un alarde, aunque es muy posible que ella —desde sus precocidades— se sienta,

en efecto, capaz de cumplir el desafío que expresa con sus verdes ojos fijos, solamente para

medirse y para medirnos. 

Tal vez esta dramática ostentación de sus ojos bonitos a dos provenga, más bien, de su estatuto

adolescente, de su condición de princesa, de su orgullo de mujer que se sabe hermosa y conoce

el poderío de la belleza.

Con sus dos ojos que hacen una sola mirada central y peligrosa, Anna nos viene a decir que ‘ésta

es su inmensidad en bruto, a cántaros, que éstas son sus sagradas escrituras’ –como dijo ya el poeta.

Para responder al envite, uno busca en sus adentros interiores una extensión, una tonelada: revuelve

el desordenado cajón funeral del pecho; remueve ganglios, coágulos del color de las cerezas, busca,

busca hasta llegar a la boca cerrada del estómago.

No hay nada, no hay nada con lo que enfrentar la mirada de Anna: ¿le mostraré, acaso, mis pálidas

agallas? ¿mis frenos, los piojos, la tos de perro, mis tres pulmones amarillos?

Ay, ella sólo verá en mis ojos un pozo y otro pozo: mis ojos como los órganos físicos de llorar, como

los dispositivos del insomnio, los aparatos globulares que ya no recuerdan la luz, negros en sus

cavernas.

 

 

 


 

 

 

 

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