A uno le gusta Caroline, entre otras muchas cosas por su inconformismo brusco,

por sus maneras abruptas, por su rabia y su impulsividad, por todas esas formas que

tiene para decir –sin palabras- que no le da la gana, que ella no, y que no.

A veces parece que siempre estamos (como) empezando a vivir, pero que nunca vivimos,

lo que no sucede con Caroline, que (casi) siempre está encarnizadamente viva, sucia de grasa

o de tierra porque acaba de llegar de la calle, de trabajar con las manos o de arrastrarse

como una apache, de estar empujando los materiales duros y pesados y sucios de la vida

como un estibador sin miramientos.

Supongo que para Caroline también sirve aquello de que el mayor placer es hacer lo que

la gente te dice que no puedes hacer. Bueno, una cosa por otra.

Desde luego, Caroline no se quedará nunca en lo conocido por miedo a lo desconocido.

Quién más, quién menos, tiene que vivir en casas que no están hechas para él, sino, más bien,

hechas (a medida) contra él. Pues bien: a Caroline, por su especial sensibilidad en estos menesteres,

le parece, siente, que casi todas las cosas –y no sólo las casas- están hechas (a medida) contra ella.

Claro que, de este modo, con sus rechazos y protestas, nos defiende –de paso- a todos los demás,

que somos (como) las señoritas del Conservatorio de Arkansas, que creían tocar a Mozart, nada menos.

 

 

 


 

 

 

 

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