ocho monólogos

dario fo

Título original: Tutta casa, Ietto e chiesa, e altri

LA VELA LATINA

Tercera edición: octubre de 1990

EDICIONES JÚCAR, 1990

 

 

 

7. la violación

 

 

[N. del A.: El siguiente texto está sacado de un testimonio

aparecido en Quotidiano Vonna. Nosotros lo hemos

trasladado a forma teatral respetando su contenido.]

 

 

 

 

 

 

No me muevo, no grito, no tengo voz.

Hay una radio sonando.

Pero la oigo sólo  después de un rato.

Sólo después de un rato me doy cuenta de que hay alguien

que canta.

Sí, es una radio.

Música ligera: amor cielo estrellas corazón dulce amor…

Me han clavado en la espalda una rodilla, sólo una, como si el que

está detrás de mí tuviera la otra apoyada en el suelo.

Con sus manos sujeta fuertemente las mías, retorciéndome

hacia atrás.

Sobre todo la izquierda.

No sé por qué.

De pronto pienso que puede que sea zurdo.

No entiendo nada de lo que me está pasando.

Siento la angustia del que está a punto de perder la razón.

La voz…,  la palabra.

Tomo consciencia de las cosas, con increíble lentitud…

¡Dios mío, qué confusión!

¿Cómo he subido a esta furgoneta?

¿He levantado yo las piernas una tras otra, empujada

por ellos, o me han subido en volandas? 

No lo sé.

El corazón, que me late con tanta fuerza contra las costillas,

me impide razonar.

Estoy obsesionada por estos golpes bestiales en el vientre,

y por el dolor de la mano izquierda, que se está volviendo

insoportable.

¿Por qué me la retuercen tanto?

Yo no intento ningún movimiento.

Estoy como congelada.

Ahora el que está detrás de mí ya no me clava en la espalda

su rodilla.

Se ha puesto más cómodo…, se ha sentado, y me sujeta

entre sus piernas.

Por detrás, como hacían antes, cuando les quitaban

las amígdalas a los niños.

Esa es la imagen que acude a mi mente.

No me muevo, no grito, estoy sin voz…, no comprendo

qué me ocurre.

La radio canta, no demasiado fuerte.

¿Por qué la música? ¿Por qué ahora la han bajado?

Quizás porque no grito.

Además del que me sujeta, hay otros tres.

Los miro: no hay mucha luz. Ni demasiado espacio.

Quizás por eso me tienen medio tumbada.

Los noto tranquilos. Seguros. Se encienden un pitillo,

¿Qué quiere decir? ¿Fuman? ¿Ahora? ¿Y por qué me sujetan así?

Va a ocurrir algo… Respiro a fondo… dos, tres veces.

No, no me despejo. No comprendo. Sólo tengo miedo.

Ahora uno se me acerca, otro se sienta en el lado izquierdo.

El tercero se pone en cuclillas a mi derecha.

Veo brillar la brasa de los cigarrillos.

Respiran profundamente.

Están muy cerca.

Sí, va a ocurrir algo. Lo siento.

El que me sujeta por detrás tensa todos sus músculos.

Los siento alrededor de mi cuerpo. No ha aumentado la presión.

Sólo ha tensado los músculos, como para estar preparado a

sujetarme más fuerte.

El primero que se había movido se coloca entre mis piernas.

De rodillas. Me las abre. Es un movimiento preciso.

Que parece sincronizado con el que está detrás de mí,

porque en seguida sus pies se colocan sobre mis piernas abiertas.

Para sujetarlas. Llevo pantalones. ¿Por qué me abren las piernas

con los pantalones puestos?  

Me siento peor que si estuviera desnuda.

De esta sensación me distrae algo que al principio no logro situar…,

es un calor, primero tenue, luego más fuerte, hasta hacerse

insoportable, en el pecho.

Una punta de quemazón.

Ahora comprendo por qué fumaban.

Los cigarrillos: a través del jersey, hasta llegar a la piel.

Me pregunto qué debería hacer una persona en estos casos.  

Yo no consigo hacer nada, ni hablar, ni llorar.

Me siento como proyectada hacia fuera, asomada a una ventana,

obligada a mirar algo horrible.  

El que está en cuclillas a mi derecha enciende los pitillos,

da dos caladas y se los pasa al que está entre mis piernas.

Se consumen pronto. El olor a lana quemada debe molestar

a los cuatro: con una cuchilla me cortan el jersey por delante,

a lo largo, y después el sujetador.

También me cortan la piel en la superficie. En el examen médico

medirán veintiún centímetros.

El que está entre mis piernas, de rodillas, me coge los pechos

con las manos —las siento heladas sobre las quemaduras—.

Me abren la cremallera de los pantalones y entre todos me los quitan:

un solo zapato, una sola pierna.

Trato de concentrarme en el ruido del camión.

El que me sujeta por detrás se está excitando, siento cómo se

restriega contra mí.

El que está entre mis piernas ahora me penetra.

Me entran ganas de vomitar. 

Tengo que permanecer tranquila, tranquila.

«Muévete, puta, hazme gozar.»

Yo me concentro en las palabras de las canciones; mi corazón

se está rompiendo, no quiero salir de la confusión en que me

encuentro.

No quiero comprender, no entiendo ninguna palabra, no conozco

ningún idioma.

Otro cigarrillo,

«jMuévete! Puta.»

Soy de piedra.

Ahora me ha penetrado otro, sus golpes son aún más decididos.

Siento un gran dolor: la cuchilla que ha servido para cortar el jersey

se desliza varias veces por mi cara.

No siento si me corta o no.

«Muévete, puta. Tienes que hacerme gozar.»

La sangre me resbala de las mejillas a las orejas. Ahora es el turno

del tercero.

Es horrible sentir cómo gozan dentro de ti semejantes bestias.

«Me estoy muriendo», logro decir, «estoy enferma del corazón».

Me creen, no me creen, discuten.

«Que se baje — no — sí», una bofetada entre ellos.

Me aplastan un cigarrillo en el cuello, aquí, hasta que se apaga.

Ahí creo que por fin me desmayé.

Siento que se mueven.

El que me sujetaba por la espalda me viste con movimientos precisos,

sin torpezas.

Es él quien me viste, yo valgo para poco.

Es el único que no se ha desvestido, es decir, que no se ha abierto

los pantalones.

Está nervioso y descontento por no haber

«jodido»; se queja como un niño despechado, siento sus prisas,

su miedo.

No sabe cómo arreglárselas con el jersey cortado, y me mete

los dos jirones por los pantalones.

La carrera por la ciudad se detiene justo el tiempo de que yo baje.

Me encuentro en la calle, sujeto con la mano derecha la chaqueta

cerrada sobre mis pechos desnudos.

Está casi oscuro, ¿dónde estoy?

Plantas, verde, prado. Estoy en el parque.

Me apoyo a una planta, me siento mal, creo que voy a desmayarme,

no sólo por el dolor físico,

en el cuerpo, sino por el asco, la humillación, por los mil escupitajos

que he recibido en el cerebro,

por el esperma que siento salir y resbalar.

Me dejo caer al suelo. Apoyo la cabeza en el árbol, y me doy cuenta

de que hasta el pelo me hace daño.

Sí, es verdad, me sujetaban la cabeza, tirándome del pelo.

¿Qué hago? Me miro las manos que me he pasado por la cara,

están manchadas de sangre.

Me levanto, camino al azar. El cuello de la chaqueta levantado

deja fuera sólo mis ojos.

Camino, doy vueltas…

Sin darme cuenta me encuentro ante una comisaría.  

Apoyada en la pared de la casa de enfrente me la quedo

mirando un buen rato.

Pienso en lo que me espera si entro.

Veo sus caras.

Me lo pienso una y otra vez.

Luego me decido.

Vuelvo a casa.

Los denunciaré mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

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