Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta

notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida

y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que lleva diciendo

desde la mañana: «Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea».

Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia,

pasillo adelante, hasta su habitación: —Debes dormir un poco, Menchu. Me encanta verte tan entera y así, pero no te

engañes, bobina, esto es completamente artificial. Pasa siempre. Los nervios no te dejan parar. Verás mañana.

Carmen se sienta en el borde de la gran cama y se descalza dócilmente, empujando el zapato del pie derecho

con la punta del pie izquierdo y a la inversa. Valentina la ayuda a tenderse y, luego, dobla un triángulo de colcha

de manera que la cubra medio cuerpo, de la cintura a los pies.

Dice Carmen antes de cerrar los ojos, súbitamente recelosa: —Dormir, no, Valen, no quiero dormir; tengo

que estar con él. Es la última noche. Tú lo sabes. Valentina se muestra complaciente. Tanto su voz —el contenido y

el volumen de su voz— como sus movimientos, recatan una eficacia inefable: —No duermas si no quieres, pero relájate.

Debes relajarte. Debes intentarlo por lo menos —mira el reloj—. Vicente no puede tardar.

Carmen se estira bajo la blanca colcha, cierra los ojos y, por si fuera insuficiente, se los protege con el

antebrazo derecho desnudo, muy blanco, en contraste con la negra manga del jersey que la cubre hasta el codo. Dice:

—Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana. ¡Dios mío, qué de cosas han pasado! Y todavía me

parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea. Aun con los ojos cerrados y preservados por el antebrazo,

Carmen sigue viendo desfilar rostros inexpresivos como palos cuando no deliberadamente contristados: «Lo dicho»;

«Mucha resignación»; «Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan»; «¿A qué hora es mañana la conducción?» Y ella:

«Gracias, Fulano», o «Gracias, Mengana» y ante las visitas eminentes: «¡Cuánto le hubiera alegrado al pobre Mario verle

por aquí!» La gente nunca era la misma pero la densidad no decrecía. Era como el caudal de un río.

Al principio,  todo resultó burdamente convencional. Caras largas y silencios insidiosos. Fue Armando quien

quebró la tirantez con su chiste: el de las monjitas. Él había creído que ella no le oía, pero Carmen le oyó, e

independientemente de ella, Moyano, desde su palidez lechosa, con el rostro enmarcado por una negra y sedosa barba

rabínica, le censuró con una acre mirada muda. Pero ya nada volvió a ser tan tenso como antes. Las barbas de Moyano y

su palidez de muerto hacían bien en el velatorio. En cambio el mechón albino de Valen, detonaba. «Cuando me lo dijeron

no podía creerlo. Si le vi ayer».

Carmen se inclinaba y la besaba en las dos mejillas. En realidad, no se besaban, cruzaban estudiadamente las

cabezas, primero del lado izquierdo, luego del derecho, y besaban al aire, tal vez a algún cabello desmandado, de forma que

una y otra sintieran los chasquidos de los besos pero no su efusión.

«Pero si yo misma. Anoche cenó como si tal cosa y leyó hasta las tantas. Y esta mañana, ya ves. ¿Cómo me iba a

imaginar una cosa así?» Las barbas de Moyano cuadraban perfectamente con el ambiente. Y su tez cerúlea, demacrada,

de hombre estudioso. Era lo único que Carmen podía agradecerle. «¿Te importa que pase a verlo?» «Al contrario, mujer».

«Lo dicho, Carmen». Y las dos mujeres cruzaban las cabezas, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho, y besaban,

al aire, al vacío, tal vez a algún cabello suelto, de manera que ambas sintieran el efluvio de los besos pero no su calor.

«Nunca vi un muerto semejante, te lo prometo. No ha perdido siquiera el color». Y Carmen experimentaba una oronda vanidad

de muerto, como si lo hubiese fabricado con las propias manos. Como Mario, ninguno; era su muerto; ella misma lo había

manufacturado. Pero Valen se resistía: «Prefiero recordarle vivo, ya ves». «Te advierto que no impone lo más mínimo». «Aunque

así sea». Y lo mismo Menchu, pero ella era su hija y no tenía otro remedio. Al regresar del Colegio, ayudada por la Doro,

la había obligado a entrar y la había forzado a abrir los párpados que ella se obstinaba en cerrar. «Mujer, déjala, si es aún

una niña». «Es su hija y va ahora mismo porque se lo mando yo». Una histérica. Menchu se había comportado como una histérica.

 

 

 

 

 

 

Miguel Delibes

Cinco horas con Mario, inicio.

Destinolibro 144

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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