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las noches difíciles

dino buzzati

«LE NOTTI DIFFICILI»

Traducción Carmen Artal

Editorial Argos Vergara, S. A.

Barcelona (España) 1983

El coco – Soledades – Equivalencia – El escollo- Una carta aburrida –

Contestación global – Accidentes de tráfico – Boomerang –

Delicadeza El médico de las fiestas – La torre – El ermitaño –

En la consulta del médico – Deseos falaces La albondiguilla –

El sueño de la escalera – Crescendo – La mariposita – Tic-tac –

Cuento a dos voces – Delicias modernas – Icaro – Inventos –

La alienación – Progresiones – Carta de amor –

Los viejos clandestinos – La elefantiasis – Plenilunio – La mujer con alas

 

el escollo

 

Un amigo siciliano me había dicho que hace muchos años, en la isla de Lípari, un viejo individuo se había transformado

en un escollo.

El hecho no me había asombrado exageradamente, dado el aspecto de aquellas rocas marinas.

En pocas palabras, la historia que mi amigo me había contado, de tercera o cuarta mano, era ésta:

Vivía el siglo pasado, en Mesina, un individuo que poseía una modesta flota de barquitas de pesca. A su único hijo, siendo

todavía muy joven, le entró la pasión por el mar y a menudo salía con los aparejos de pesca del padre, lo que para el progenitor

era a la vez motivo de orgullo y de preocupación. Pero una noche, cerca de la isla de Lípari, a menos de cien metros de la

costa occidental, un súbito oleaje arremetió contra el muchacho, del que nunca más se volvió a saber.

Desde aquel día el padre, enloquecido por el dolor, se trasladó a Lípari y cada día, si el mar lo permitía, se dirigía con una

barquita al lugar donde el hijo había hallado la muerte, permaneciendo allí largas horas. Y llamaba en voz alta al muchacho

y le dirigía interminables pláticas.

Pasaron así varios años. El padre se quedó viudo, era ya viejo, y sólo los días de mucha bonanza podía satisfacer su insensato

capricho. Hasta que una noche esperaron en vano su regreso. Se acudió al lugar, sólo se halló la barquita vacía, meciéndose

en la suave placidez de las aguas.

Pero, con gran estupor, precisamente en ese lugar los pescadores, que conocían aquella costa mejor que su propia casa, observaron

que había surgido de las aguas un escollo que antes no existía.

Se creyó en consecuencia que por fin el dolor sin remedio había petrificado al viejo. Y desde entonces —me contaba mi amigo—

por la noche ni siquiera los jóvenes más intrépidos osaban aventurarse por los alrededores y pasaban de largo. Pero desde lejos,

especialmente los días de luna llena, se oyen las invocaciones, los sollozos, los gritos y los gemidos del desesperado padre.

Me decía también mi amigo, que hacia el sur, aquel escollo tiene las facciones de un hombre viejo y descarnado. Y que a altas horas

de la noche la boca se abre y se cierra al hablar, y que también los ojos se abren para derramar lágrimas. Pero ay de aquel que

se aventure, con indiscretas miradas, a violar la solitaria aflicción. Un pescador que se atrevió a hacerlo perdió, en el espacio de

pocos meses, a sus cuatro hijos.

El cuento, en cierto sentido, era muy hermoso. Y este año, en que regresé de vacaciones a las islas Eolias, solicité informaciones

más precisas.

Las leyendas sin embargo florecen y se expanden cuanto más lejos viajan por el mundo. Cuando se va a buscar su esencia al lugar

de origen, en general sólo se encuentran jirones de niebla.

En Lípari algunos pescadores conocían, entre los muchos peñascos, pequeños y grandes que asomaban al mar, el escollo denominado

«U vecchio signore», pero no supieron decirme nada más. La lacrimógena historia del pescador enloquecido por la muerte del hijo nadie

la conocía. Excepto un señor anciano, cuyo aspecto emanaba una gran dignidad, y al que intenté acercarme en un café.

Tendría unos sesenta años, de gran corpulencia, perfectamente afeitado, llevaba una camisa inmaculada de manga corta y me recordaba

al actor que hacía de jefe de la «honorable sociedad» en la película «El mañoso» con Alberto Sordi.

—Discúlpeme —le dije. ¿Es usted de aquí, de Lípari?

—Así es —respondió con lentitud—. Pero en invierno no vivo aquí. ¿Puedo saber…?

—Mire, sólo desearía pedirle una información, de carácter podríamos decir folklórico.

—Diga, diga…

—¿Ha oído usted hablar alguna vez de la historia de un señor de Mesina que hace muchos años se transformó en un escollo?

—Oímos, de pequeños oímos —fueron sus palabras textuales— tantas cosas extrañas… —y aquí esbozó una sonrisa entre diplomática

y recelosa—. Pero pasan los años… pasan los años…

—¿Sabe usted por casualidad cómo se llamaba? ¿Y cuándo se produjo el hecho?

—El hecho, si se le puede llamar hecho, se remonta a 1870 por lo menos, pero también podría ser anterior, o hasta incluso no haber

ocurrido nunca…

—¿Por qué? ¿Usted no cree en ello?

—No me haga decir, se lo ruego, cosas que yo no… —se miró el reloj de pulsera—. Es tarde, lo siento…

—Y se fue riendo despedido con respeto por todos los parroquianos del café.

 

En el muelle de puertecito, al día siguiente, les pregunté a dos chiquillos dónde podía encontrar una barca con motor para poder

acercarme a la isla. El mar yacía inmoto sin la menor ondulación de sus aguas, no se requería una gran nave para semejante expedición.

Los chiquillos desaparecieron como una centella y apenas transcurridos cinco minutos estaban de vuelta con el barquero más

estrambótico que había visto en mi vida.

Era alto, esquelético, intensamente pálido y uno le habría echado sus buenos noventa años o más de no ser porque su rostro,

afiladísimo, no presentaba ni una sola arruga. Por su singular sombrero de paja de ala horizontal anchísima recordaba algunas apariciones

de los trópicos cargadas de fatalidad, como salidas de las páginas de Conrad. Pero lo que más sorprendía era su total «ausencia»

como en el caso de los fantasmas, que ignoran todo cuanto sucede a su alrededor.

Pude observar que sus huesudos brazos terminaban en manos anormalmente nudosas que se movían con esfuerzo, revelando largos

padecimientos de artrosis. También su paso era cansino y algo tambaleante. Si el mar no hubiese estado tan sosegado, jamás habría

aceptado un acompañante tan problemático.

—¿Sabes —le pregunté antes de nada— dónde está el escollo del Vecchio Signore?

Él bajó levemente la cabeza tal vez en señal de asentimiento y sin volver a mirarme se dirigió a un cascarón miserable amarrado

con un trozo de cuerda unos metros más abajo. Para subir dio un desmañado saltito, que repercutió en todo su filiforme cuerpo con

doloroso espasmo. Yo le seguí. El hombre, que dijo llamarse Crescenzo, con soltura insospechada puso en marcha un destartalado

motorcito del tamaño de una máquina fotográfica. Y nos fuimos, los dos, con rítmico borboteo.

Yo me había sentado enfrente de él. Inmóvil, con una mano sobre la caña del timón, él contemplaba mi cara, pero no me veía,

o al menos ésa era mi desagradable sensación.

Mientras tanto habíamos dejado atrás el muelle y la barquita había enfilado la proa hacia el estrecho paso entre Lípari y Vulcano.

Nada más dejar el pueblo, la naturaleza se había tornado salvaje y las orillas se erguían en rocosos acantilados de formas insólitas

y siniestras.

Qué distintos los perfiles de las Eolias de los solemnes, románticos y tan humanos escenarios de la costa amalfitana, por ejemplo,

o de Ischia, o de Capri. También ahí, acantilados, pináculos y precipicios. Pero conformes a la fantasía del hombre: profundidades

de melodramas verdianos, grutas y acantilados coronados de verde, a la vez aspérrimos y suaves, propicios a los vértigos de amor.

Mientras que allí las murallas y los peñascos se contorsionan, desnudos y abrasados, en pose de angustia y de delirio, siempre

rememorando el infierno que bulle bajo sus pies.

Muchos escultores de hoy harían bien en revitalizar su grácil inspiración costeando las Eolias. Donde la naturaleza ha multiplicado

inagotables invenciones de monstruos, gigantes, arañas contorsionadas, ciclópeos órganos de tubos sesgados, retorcidas sirenas,

ruinas tambaleantes, mascarones destrozados, abrasados altares, graníticas saetas, nefandas llagas supurantes, gnomos y ogros

expiando su culpa, desconsagradas catedrales. Creando así en brevísimos espacios soledades profundas, condensando a cada

paso lo que representa su suprema belleza, o sea el misterio.

—¿Es ése el Vecchio Signore? —le pregunté a Crescenzo, cuando estuvimos a medio camino de la costa occidental de la isla.

Lo había reconocido en seguida.

Él se dio media vuelta para mirar, luego hizo un gesto de asentimiento.

Adosado a una dramática muralla, por lo que fácilmente puede pasar desapercibido, el escollo apenas alcanzaba los quince metros

de altura. Su forma era tosca y redondeada, sin aristas ni espigones. Hacia el sur, es decir hacia nosotros que nos acercábamos, presentaba

una ligera concavidad atormentada por un amasijo de horribles protuberancias amarillas y violáceas que se arqueaban hacia abajo como

cera a punto de derretirse. Como el sol la iluminaba casi verticalmente, las sombras dibujaban un rostro lejanamente humano, la cara de u

n encolerizado déspota que se disolvía en la muerte. De las dos presumibles cavidades orbitales descendían, ya cristalizados, abyectos

churretes de color purpúreo. Y en la base, allí donde las suaves olas, tropezando, marcaban una mínima franja de espuma, se abría una

minúscula caverna.

Cuando estuvimos muy cerca, aunque el mar estuviese en reposo, se oyó sin embargo allí dentro, en el negro agujero, el retroceso de la ola,

que emitía un sonido de sollozo.

Le pedí a Crescenzo que apagase el motor. Con dificultad procedió a colocar los remos sobre los escálamos, para impedir que la barca

derivase a sotavento.

Ahora en el gran silencio, bajo el gran sol, el sollozo del agua en la gruta Huía más doliente y cavernoso.

—¿Es verdad —le pregunté— que éste es un viejo señor de Mesina transformado en piedra?

—Eso dicen, eso dicen —murmuró él, casi sin voz.

—¿Es verdad que de noche llama a su hijo muerto y le habla?

—Eso dicen, eso dicen —respondió.

—¿Es verdad que venir aquí de noche acarrea desgracia?

Me miró inexpresivo, como si no hubiese entendido. Bajo la absurda ala del sombrero, el rostro sin edad tenía la transparencia de las

medusas muertas. Luego dijo:

—También yo. También yo soy de piedra. Desde hace veinticinco años —y me miraba fijamente, balanceando la cabeza con suavidad.

—¿Tú también, un hijo…?

El fantasma hizo un gesto de asentimiento.

—Giovanni, se llamaba —dijo—. Suboficial de Marina. Matapan.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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