A lo que el otro añade, sin quedarse atrás: 

 

 

 

 

La familia esquemática de hoy, en el piso esquemático de hoy, no tiene cuarto trastero

para los trastos ni para ese trasto monologante que es el abuelo.

El negocio de los viejos, donde se les dopa de valium y televisión, para que no incordien,

es una creación nuestra, y no de los especuladores.

Sin nuestro desdén por los viejos —los terribles, dulces, temblorosos, adorables e insoportables

viejos— no sería posible tan negra industria.

Pero lo atroz de la miseria es que no tiene fondo: un punto más allá está el hombre sin piernas

de la Cuesta de San Vicente, esperando a Godot, esperando a la humanidad desvencijada,

que es mucho más de media humanidad, es casi toda.

Un mundo desventrado, unas generaciones desguazadas, allí donde la pobreza pega el salto

cualitativo y se vuelve metafísica.

Lo malo de nuestra justicia social, delicadamente injusta en todo el mundo, es que la miseria,

el cementerio de automóviles humanos a que damos lugar, la fosa de desechos nucleares con alma,

no sólo deja sin sentido nuestra abundancia, sino también nuestra vida y el universo entero.

Beckett acabó voluntariamente en un asilo de ancianos, y no sólo por una especie de santidad laica,

sino porque el hombre indigente es el que primero se asoma a los vacíos del tiempo, el espacio y Dios.

Tras una puerta vieja que se cae, lo que aparece no es sólo la desolación de la calle, sino la desolación

de la soledad, la soledad de un universo que no sabe explicarse a sí mismo.

De modo que esta corriente de aire que deja pasar el agujero negro de la miseria nos estremece

a todos como una pulmonía del alma.

Beckett parece haber dejado, como regalo atroz a un mundo que no entendía ni le gustaba,

algo así como la explicación estilizada de toda la ferralla humana de los viejos, los niños gitanos,

y las meretrices lívidas que ha creado esta sociedad justa, democrática y constitucional.

O sea que el Tercer Mundo está aquí mismo, en la Cuesta de San Vicente, según se baja, a mano izquierda.

La genialidad de Beckett, místico ateo, está en haber descubierto la indigencia como atrio para

pisar los palacios vacíos de Dios o de la Nada.

¿Y qué es hoy la aldea global sino una inmensa residencia de ancianos prematuros, dopados de soledad

y televisión, de bienestar o malestar, de valium y abandono?

La civilización del desperdicio humano ha creado unas reservas de premuertos a quienes ya no visita,

en la residencia siniestra, ni la hija, ni los nietos, ni Dios.

El hombre sin piernas de San Vicente a lo mejor no sabe que Godot no vendrá nunca.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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