Zuzanna se ha subido a la moto sexual de sí misma y va por la oficina sin piernas para andar:

las ha puesto altas y estiradas y se las frota una con la otra como algunos insectos hermosos

se frotan las antenas.

Lleva unas medias que le enrojecen la piel pálida, con ligas y costuras, y unos rojos zapatos

de rojo charol con tacones afiladísimos de aguja.

Está hermosa con esa marcha desordenadamente sexual en medio de una oficina con el mezquino

orden diario de sobres mustios, libretones rígidos y papeles muertos.

Lleva la ropa entre desabrochada y revuelta, con el pelo repartido en dos turbulentas corrientes,

una a cada lado de la raya recta en medio de la cabeza única.

Zuzanna habla por el teléfono mientras va sexualizando sus ya sexualizadas intenciones, -añadiendo

siempre pasión a pasión- dijo el poeta, a la luz de los grandes ventanales que dan a la calle ciudadana

y por donde entra la luz entera del día, añadiendo morbo al asunto sexual de la moto.

Está hermosa y pálida de facciones, absorta en la cosa del teléfono y pajareando patas arriba entre

ponte bien y estate quieta, tal vez aguardando la hora, el tiempo, el encuentro del amor.

 

 

 


 

 

 

 

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