eloy tizón

 

velocidad de los jardines

 

voces/literatura 237

editorial páginas de espuma

 

 

cubriré de flores tu palidez

 

 

Me pregunto quién inventó el corazón humano.

Dímelo, y muéstrame el lugar donde to ahorcaron.

L. Durrell

 

 

 

Existe una relación entre la prostitución y las flores.

Desde el siglo XVI, las mujeres que decidían abandonar el burdel e instalarse por su cuenta, clavaban

en la puerta de su casa, a modo de reclamo, un ramo de flores —de donde el calificativo de rameras para

designar todo su oficio.

Los sexos son pétalos o tallos. Hay toda una teoría de acuario para explicar por qué respiran como plantas

circundados de humedad los sexos, flores. Sexo es subsuelo.

La muchacha de palidez suicida lleva un vestido de flores estampadas, con un escote cuadrado, grandes

ramos de color de sangre antigua. Se entiende que es un vestido que no le sienta, que le cae mal con

los hombros, que no pega con la decoración de este sitio.

Y este sitio es: una cafetería neutra con las mesas blancas barnizadas y una barra de plástico que se

pierde y en las paredes óleos que en el fondo son fotografías convencionales de copas de helado

y hamburguesas o refrescos y en lugar de la firma del artista pues el precio de la consumición en pesetas.

 

Soy un pobre historiador sin alumnado al que su esposa niega el derecho a volver a casa siquiera por

esta noche, por Dios, Amelia, está nevando, por esta noche siquiera.

La muchacha de palidez suicida se acaricia los tobillos en la barra, un gesto del oficio, supongo, espero,

qué puedo saber yo con mi álbum de etimologías. Mis queridas disecciones.

La luz que se derrama en el local le cae toda sobre la cara, el carmín extenuado de la boca, no importa,

acumular descripciones.

De modo que mi esposa estrujó la ropa en la maleta, camisas, necesitarás camisas, y me dio la maleta,

la buena, la de fuertes correas para largos veraneos muertos, ojalá se destrocen las correas.

Ahora estoy en la acera de la urbanización, sin cama y sin alumnos, con la flamante maleta odiosa bajo

la ventisca.

Y nada explica por qué me fascina tanto la muchacha de palidez suicida en este local que va

quedándose vacío, ya pronto cierran, y existe una relación entre la prostitución y las flores. Los camareros

aguantan el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo, después sobre el derecho.

Es la hora en que los sexos se abren como llagas que se abren como libros de Historia que se abren como

plantas que respiran como sexos.

Mi esposa cree en los ovnis.

 

Y más tarde, en el siglo XVIII, las cortesanas francesas acudían a Versalles peinadas con unos tocados

tan exageradamente altos que se veían obligadas a viajar de rodillas en el interior de los carruajes. Toda una

metáfora, no les parece. Verse arrojado solo en la nieve con un puñado de camisas arrugadas, eso es la Historia.

 

La muchacha ojerosa de la barra yo creo que debe de estar fatigada. Menuda vida. Todo el día moviendo

las caderas por el drugstore y el hilo musical sonando sin interrupción en su cabeza. El flequillo charolado

le cae pesadamente, y una red de sombras azules se expande bajo las pestañas postizas.

Parece japonesa o algo, nipona. Y ese cuello blanco de fábula que no sé por qué imagino rodeado de velas,

cirios, un altar de vulgaridad y belleza.

 

Así que entré en el taxi cuando más arreciaba y le dije al conductor, oiga lléveme al centro, estuve hablando

sin parar porque yo otra cosa no pero hablar sí hablo, y así entreteniéndole logré distraerle y cuando pagué

pues me bajé a toda prisa y respiré aliviado. Me libré de la maleta.

 

Todavía debe de estar dando vueltas por ahí con la maleta atrás. Las camisas de mi esposa. La de las correas

buenas.

Dedicatoria: dedico el presente tratado a mis amados discípulos sin los cuales me hubiera sido imposible

concebir mi teoría dialéctica de las causas paralelas, aplicada a las revueltas del 98. Para lo que te sirvió

el tratado. Ahí estará en un cajón de la cómoda, pudriéndose. En la cómoda de ella. Inédito.

 

De forma que una vez sin la maleta busqué una cabina telefónica en la noche para hablar con mi esposa,

por Dios, Amelia, sé razonable, pero el caso es que ella había conectado el contestador automático y solo

pude escuchar mi propia voz saludándome muy amable y diciendo el profesor y su esposa han salido,

si desea dejar algún mensaje: no sé, por primera vez me sentí tan raro, tan desvalido y raro a esas horas

hablando conmigo mismo mientras graniza.

Yo qué quieren que les diga, ya sé que soy un poco así, como cursi, nadie tiene la culpa.

El mundo aúlla por amor mientras se destroza. Y qué quieren que haga si me quedo mal para todo el día

cuando veo pasar por la calle uno de esos autobuses especiales llenos de retrasados mentales agitándose

en los asientos o manoteando sobre los cristales. Algo central en mí resulta lastimado. Si no me queda más

remedio, puedo volver y dormir en la cabina.

 

No puedo más. Escucho el bramido del mar en el pasado y la sed de miles de corazones que también braman,

ellos. Porque el corazón no tiene domingos. Al menos eso se sabe. No hay domingos para el corazón traumatizado.

 

Se ha quedado vacío el local con sus tulipas de luces granizadas y me parece que hasta con una cornamenta

de ciervo colgada como adorno encima de la hilera de botellas. Es un sitio amplio, no crean, brillante como un

salón para bodas y bautizos.

La muchacha de las flores se ha puesto en pie sobre sus tacones de plataforma, alisa su vestido verde pálido

increíble. Ahora estamos solos los dos excluidos con la nieve alrededor, el erudito y la ramera.

La muchacha saca por última vez un espejito del bolso y devora sus facciones, el exterminio del rímel. Al echarse

el pelo hacia atrás, entonces lo vi: las cicatrices de los cortes en sus muñecas, todas llenas de heridas todavía

recientes. Una carnicería de rojos sobre la piel muy blanca.

De modo que ya saben: vine para hacer un relato sobre nada. La muchacha es nada. Dentro de unas horas es

posible que amanezca. Mi esposa se despertará sola en la cama. Un taxista descubrirá extrañado una maleta.

Yo cierro los ojos para no ver a la muchacha, no puedo con las ganas de estrechar sus manos.

 

 

 

 

 


 

 

 

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