eloy tizón velocidad de los jardines

 

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1992

Voces / Literatura nº 237

Editorial Páginas de Espuma

 

 

 

los viajes de Anatalia

 

 

 

Mamá en el andén paga lo justo al taxista, al maletero, vigila cómo el enorme equipaje pardo, el cajón

con las partituras, sus cajas y sombrereras, la ropa de los niños, nuestra, va siendo engullido

trozo a trozo por el vagón mercancías. Sin rostro. Mi madre y su portamonedas conceden un beso a

tía Berta, corre un viento frío, partamos, partamos, mamá asciende escalones, esto se llama

departamento y es de oscura madera densa, yo preferiría viajar en barco, mamá aspira el barnizado,

corrige un portafolios, ¿cómo has dicho que se llama?

Un trompetista de uniforme pasa comiendo absurdamente una gragea. Anatalia abre sus grandes ojos

claros y mira cómo el circo de los hombres levanta la carpa de la mañana con su esfuerzo, sus ingredientes,

con todo su oro en promesa y su desgracia.

Comenzamos a movernos, era verdad que esto andaba, saludad a tía Berta, tía, tía, se llama

departamento, cuidado con el viento, las bufandas, ¿os habéis dejado algo?, se oye la voz de mamá

diciendo gracias por todo, y sentaos en vuestros sitios, mientras se empequeñece la estación y estamos

respirando y yo miro el neceser que está a punto de caerse.

Al atravesar la frontera, se vieron restos de trincheras, tanquetas retorcidas, pedazos de vidrio.

¿Tenéis hambre? Al atravesar la frontera un caballero gordo y como sin esperanza es arrojado a

patadas por el Servicio de Aduanas. El camarero levanta la tapa de la sopa como si se levantase

la tapa de los sesos. Dice mi madre: Allí ya veréis, tendremos diez o doce cuartos para todos, espejos

empañados, solfeo, y un jardinero que imagino aburrido cambiando de orientación los rosales.

Esgrima. Tendremos (no tosas, Anatalia) esos afilados lacayos que patinan sobre el mármol y

un pequeño estanque de agua contaminada que provocará cólicos y tisanas qué, qué os parece.

 

Elba parece ir leyendo en el cristal las páginas del paisaje. O quién sabe. Acaso todos estén pensando

en la villa del verano, las meriendas en el Campo de los Arces, aquella tarde que pusimos una piedra

sobre otra para marcar un sendero y al día siguiente no estaba; nos parece muy bien; pienso en la

biblioteca roja y su escalera para alcanzar los estantes más altos con los libros que los pequeños

no tenemos por qué leer. Bajo la vidriera llameante, el abuelo recorta titulares sobre los comienzos

de la aviación y los ordena con adhesivo en un álbum. Turguéniev reposa en yeso. Dinos, ¿desde

allí también iremos caminando hasta el Campo de los Arces? ¿Instalaremos panales? ¿Falta mucho,

di, para llegar? Y lo que es más importante, ¿podríamos repetir confitura de grosella?

 

Querida tía Berta: Muchos abrazos de todos, no sabes lo bien que lo pasamos ahora y Clara no se

come las uñas. Mis sabores preferidos de esta semana son: la menta. Nos acordamos mucho de casa,

la hierba recién cortada, el catecismo que nos enseñabas debajo de una gotera y todavía nos lo

sabemos, no creas. La postal representa una puesta de sol y dos naranjos (dile a Niso que no olvide

nuestra apuesta). El sitio adonde vamos se llama: Establecimiento de Baños, allí los jardineros se

aburren. ¿Has vacunado ya a Elmer? Hoy estamos viajando entre jaulas de faisanes. Pero hay

momentos en que, no sé, conozco el peso del aire, veo la temperatura, me asusto, y entonces cruje

el entarimado (perdóname los tachones), ascienden los dirigibles, y todo es una gran mancha, tía.

Huíamos de la separación, del desorden, de la separación del desorden, del asma de Anatalia y de

todo lo que hiere. Pero el asma, ay, siguió viajando con nosotros, se hospedó en los mismos paradores,

pidió pomelo en el desayuno y regresó con los pies fatigados tras la visita a museos.

Mamá no descuida una ruina; las visitamos todas. Nos hace comparar dinteles, memorizar gárgolas,

amanecemos góticos, a ver quién me dice qué es esto, el día se despliega innumerable y nosotros

caminamos, caminamos, esto es un gladiador de escayola horriblemente mutilado, mamá.

Acudimos a cada piedra, a cada «hecho relevante», como diría Procopio, el administrador tuerto,

bello, reticente, opaco, siempre géminis, contable de fracasos, con su infusión de media tarde y

su corbata exhaustiva.

Una columna toda rota y con cenizas es un «hecho relevante».

En el salón de música del tren nos sentimos desbordados. Mamá se levanta de su asiento, dice que

necesita tomar un poco de aire (así: necesito tomar un poco de aire), su silueta se nos aleja mientras

al fondo la orquesta derriba valses, agita esos harapos de música, un ritornello obsesivo que los

ejecutantes vierten, una y otra vez, sobre la espalda de los pasajeros. Un poco de gelatina tiembla

sobre el mantel. Enfrente de nosotros, un oriental va leyendo un libro con forro de papel pintado.

A lo lejos se escucha un fondo de engranajes y calderas, música sobre música, y dos viajeros

irritados discutiendo porque aquella tarde el vagón entero olía insoportablemente a mar.

¿Por qué decimos que Dios es creador? Porque todas las cosas las hizo de la nada.

¿Por qué decimos que Dios es Señor de todas las cosas? Porque todas Le pertenecen, y cuida

de ellas con sabiduría y bondad pero no consigo dormirme o estamos atravesando algún túnel.

Es cierto que yo podría contar mi historia, una historia hecha de sombras, partitura del vacío, rosa

líquida de nada. En mi infancia llueve siempre. Yo camino hacia el colegio de la mano de mamá, y

estoy temblando. Como a toda prisa para llegar a tiempo a clase y vomito entre dos autos.

Hay un buzón absurdo en la esquina que recuerda mucho un cumpleaños.

 

De pequeño soy Julio Verne. Mi soledad y mi cuarto se van poblando de mástiles y planisferios,

de planetas sumergidos y resacas, de maderas encalladas. En mi escritorio suceden furiosísimos

motines, naufragan los batiscafos, mi cama es una isla que se desplaza. El correo del zar cruza

la estepa, no hay tiempo, van a matarlo, y la primera comunión, estarás contento, ya está tan

cerca. Julio Verne hizo la primera comunión vestido de blanco y fue comprendiendo poco a poco

lo que significaba llevar nuestro apellido, la carga de desamparo y astenia que arrastraba su

ortografía, la locura del diptongo, qué extrañeza, y el acento final que lo clausura, duro y concreto como

un acento. A esa hora, en el otro extremo del mundo, una espiga cae tronchada por el peso de la calma.

Se producen besos. Tío Néstor estará intentando cazar becadas sin resultado, volverá empapado como

un río, morirá sangrando majestuosamente.

Cuando me haga viejo y torpe y sin respuesta, tal vez recuerde este instante en que me siento triste o

bostezo.

¿Se alegra Dios al vernos crecer? Sí, Dios se alegra al vernos crecer porque para Él lo más importante

del mundo son los hombres. Lo estable se modifica, las piedras fluyen, hay columnas con el interior

comido por las larvas.

El capitán Nemo estará luchando en la sala de máquinas, la profesora de francés que tuve en 5. º curso

beberá su leche cada tarde, un astro entra en mutación y el cielo se interrumpe. Una pupila se esconde

tras un párpado, y hay un vago pugilato de sombras sobre mi almohada. Y después nada, el silencio.

La exquisita elocuencia del silencio. A esa hora, en otro extremo del mundo, en ese vagón de sospecha,

Anatalia y Clara son las únicas que ven, en dirección contraria al suyo y a gran velocidad, enorme y

sin propósito, pasar un tren en llamas.

Fotografías:

1. Retrato de todos los hermanos, delante de algo que parece un auditorio. Imagen

desenfocada, con placas de suciedad y tiempo acumulado, Elba de espaldas. Yo soy el niño de la

izquierda, que muestra a la cámara oscura su solapa fugitiva.

2. Tía Jania: los ojos demasiado separados, cabeza de acuarelista mediocre, la nariz naufraga

estrepitosamente en su navegación hacia la frente –en fin, una cara en desuso.

3. En esta viñeta aparecen mis familiares, mis otros, aquellos que negué para, alejándome,

acercarme a ellos de otra manera, manteles del pasado, y hoy queda únicamente un extraño trampolín

en que solo el viento se ejercita y el pozo de los miedos con su guardabosques ahogado en el fondo.

En el tiempo paralelo de la foto, el aire siempre está detenido, sonríen los muertos, este roble jamás

será alcanzado por el rayo; no hay lugar en blanco y negro para el daño.

4. Primer plano de unas manos, las manos de mi madre, depositando una porcelana negra en la

tumba del primo Golosimo. Sin embargo, las fechas no coinciden (¿ perteneciente tal vez a otros viajes?).

Hay en ese gesto una cierta intensidad irreparable: las manos lácteas, fluviales, chorreando cinco

dedos, su cutis narrativo.

5. Anatalia con la mano sobre la boca para que nadie note que tose, para no toser en la foto, para

que la foto no salga tosida y seas, siempre y siempre, la niña clara y reciente que no va a morirse nunca.

6. Mamá apoyada contra el pretil de algún puerto, con el vestido deslustrado que nos robó la encajera,

atrozmente nítida, inmóvil como cariátide, bajo los cielos cruciales de Europa.

7. El día en que volamos la cometa. (Los truenos rodaban a través de la tormenta). Todo el grupo

corriendo, sombras fijadas, en busca de un refugio –que resultó ser un abeto sumamente permeable.

En el ángulo derecho del reverso alguien ha escrito: «Tievs, Sanoi. Las canciones hermosas también

son tristes. Domingos, la risa, los bulevares».

¿Qué quiere decir morirse? Morirse quiere decir una cinta fea en las pamelas, parientes enguantados,

el luto musical del piano sonando en la terraza, y dejar de ver a los otros. Cuando uno se muere,

uno ya no puede ver más a los otros y eso quiere decir morirse. Su padre, por ejemplo, que entraba a

medianoche en su cuarto cuando ella tenía pesadillas o fiebre, es seguro que ya no puede verla. Anatalia

recuerda que su padre tenía un catalejo que te llenaba de mar, un silbato de madera, una caja de

pinturas al óleo en cuyo interior parecían contenerse todos los pinares del mundo, todos los bosques,

futuros abetos sordomudos y playas en potencia. Y esa palabra tan rara: morirse. Pero no por eso

Anatalia piensa que su padre ha dejado de entrar en las habitaciones. Eso no lo piensa Anatalia. Anatalia

piensa más bien que su padre continúa entrando y saliendo a tientas de las habitaciones mal iluminadas

de la muerte, buscándola a ella y buscando en ella la fiebre, y no puede encontrarla.

Morirse quiere decir estar obligado a entrar y salir de los cuartos todo el tiempo preguntando si saben de

alguien que esa noche tiene fiebre.

No lo puede evitar, cada vez que recuerda a su padre le ve correr extraviado con un termómetro en la

mano, a través de pasillos y vestíbulos y corredores interminables buscando una cama donde ni ella

ni la pesadilla duermen. ¿Y cómo va a encontrarla ahora que viajan de un lado para otro sin detenerse

buscando el Establecimiento de Baños? Su padre no va a saber. Y si no puede encontrarla, ¿entonces

de qué sirve morirse? Abrir y cerrar tantas puertas al cabo del día sin encontrar a nadie debe de cansar

mucho, y tal vez su padre esté ya desanimado.

 

Anatalia sufre al pensar eso porque sabe que de todas las habitaciones posibles que su padre ha recorrido

desde que murió (y deben de ser muchas), la alcoba donde se encuentra ella, la alcoba de los vivos,

precisamente esa, es la única donde su padre nunca podrá entrar para hacerle compañía o consolarla

en la fiebre.

Nos levantaremos, acudiremos al baño, veremos desde lo alto el movimiento de tropas, el parpadeo de

un río poblado de peces muertos, diremos en realidad no hay peligro, un violín es arrastrado por las aguas,

¡no tolero bromas a costa de mi pijama!, hablaremos de la guerra que va a estallar o no mañana por

la mañana.

Detesto. Sufriremos detenciones y registros –maletas boca arriba, flores de esparto–, por

la noche faltarán dos viajeros más en nuestra mesa, sentiré ahogo al mediodía, ¿coceremos hierbas

balsámicas?, ¿jarabe de estramonio?, tres de los revisores acaban de morir o están a punto de hacerlo.

Detesto. Veremos salir al anticuario aquel llevando un abrigo de vicuña forrado con acciones y un

riñón encharcado, buenas noches a todos, nos levantaremos, acudiremos al baño, así pasan los días

y el destierro y hablamos del Establecimiento de Baños como si realmente existiese, tú calla. Una forma

no acertó a concretarse. Hubo una vaga crispación al fondo, un chasquido de articulaciones o vértebras

que crujen. Una piedra cayó desde la nada. Pasó un cometa. Entre las ráfagas de hojas amarillas, los

vagones permanecen detenidos mientras por las vías atraviesa, interminable, la hilera de soldados.

 

Anatalia mira las cabezas anónimas que suben y bajan, grandes masas de sombra taladrando sus

espaldas, no estaba claro. Entonces, durante un segundo, distinguió entre los soldados el rostro de

su padre. Anatalia sintió una brutal alarma interior, y fue como si le colgasen los pulmones al cuello

y tirasen con fuerza hacia abajo, descendió muy despacio la cabeza hasta apoyarla sobre su mano que

olía a lavanda y milkybar, y se aferró a ese olor para no caer, para mantenerse bien erguida sobre el filo

de la náusea.

No me dejes caer. Me asusta estar asustada. Cerró los ojos y vio el sombrío comedor de palisandro con

su padre que silbaba y tosía mientras daba cuerda a un reloj de pared. Vio a su madre, bellísima,

en un minuto eterno, alzando los prismáticos para no perderse la llegada del ganador a la meta del

hipódromo. Me vio a mí, su hermano, aterrorizado ante un árbol de Navidad gigante cuyas luces

chisporrotean y que, tras una breve detonación, fundió la instalación eléctrica de la casa.

Se la oyó decir: «Fue la cena más dichosa», y luego su mano que repasaba el borde deshilachado de

la manta de viaje. Afuera se escuchaba el gemido de la hierba. Un perro estornudó. Ladró una armónica.

Una forma no acertó a concretarse. Clara deseaba regresar al cuarto de los juegos cuando no

hubiese nadie y encontrar todos los zapatos de sus hermanos desparramados en desorden sobre la

alfombra. Ya lo tenía pensado: abriría de golpe. Deseaba sorprender ese baile entre fantasmas.

 

Elba deseaba que el violín que le obligaban a tocar cada tarde a la hora de la siesta se convirtiese en

un pájaro diminuto, ella lo iba a apretar un poco, protegerlo contra su pecho, es mío, lo apretaría un poco

más, al pájaro, y asesinarlo.

Anatalia deseaba que el mar fuese una casa de muñecas y a los lados batiese un oleaje de espuma y

armarios. Mamá lo que más deseaba era quedarse quieta frente a una ventana ojival y que asomada

a la ventana hubiese una matrona con los brazos desnudos y el dedo índice extendido y sobre el dedo

índice un papagayo.

Los hijos del capitán Grant deseaban un viaje de aventuras y al final del trayecto encontraron a su padre.

La cubierta del libro era de un realismo emocionante, violento, no podía ser mentira.

Los deseos son futuros incumplidos. Todo parece indicar que nuestros antepasados también abrigaron

deseos humanos, razonables, y todos ellos desaparecieron sin dejar rastro.

¿Son algo? Una galería de bonitos muertos chistosos.

Procopio les tenía envidia a los árboles del parque, no mucha, solo un poco, sobre todo a aquellos que

lucían una cartulina con su nombre clavado en la corteza, celtis australis, ligistrum, morera de Ceilán.

Corpulentos combatientes carbonizados en pie, con la pequeña condecoración de resina en la solapa.

Procopio deseaba una vida resignada y simple, le fue negada, y una tarde mientras paseaba, el río

se echó a hablar.

Mamá mira la ventanilla como si asistiese a una exposición de paisajes. O mejor: mi madre mira un

solo lienzo que se transforma incesantemente, un boceto que la velocidad corrige a cada instante,

manchas pardas de los valles, veranos, el esqueleto de un puente, la mejilla polvorienta de una cabra

(¿ nenúfares?, ¿qué nenúfares?), trigales donde se extiende el crepúsculo en una hermosa gangrena.

 

Qué mano sabia o estéril profundiza los ponientes, con qué pulso tembloroso son tensados los telégrafos.

Mamá piensa en Dios, en Cristo, en todos los autos averiados, contempla la sombra de un viñedo,

piensa que ser madre tal vez sea algo inútil, cómo puedes pensar que piensa eso. Mamá esconde el

rostro entre las manos, sufre o duerme, y nosotros espiamos sus recuerdos. Bajo la lluvia, veo sacar

vajillas que perduran, alfombras incultas, lunas de espejo grandes como escaparates.

En un letrero medio pisoteado todavía puede leerse: «blecimiento e bañ». ¿Realmente lo vi? Quiero

decir: ¿realmente?

En los camiones de mudanzas van siendo acumulados los costosos carillones, arañas enfundadas,

mapas de polvo, floreros de polvo, una inevitable ruleta aporta su incoherencia. Toda esta escena, con

los mozos de cuerda sorteando cada charco, tiene algo de baile de máscaras en un jardín zoológico.

Y luego también están las bordadoras, los camareros, maîtres d’hôtel con el vientre hinchado,

tumefactos, como si efectivamente continuasen atendiendo al cliente después de haber sido ahorcados,

y en un rincón del vestíbulo, sentado en un simulacro de sofá, una especie de embajador derrumbado,

sosteniendo una pecera.

 

Mamá exhibe pasaportes, visados, cartillas de nacimiento, una hipoteca vencida, permisos

de residencia; todo lo muestra. Un anciano militar, de aspecto extremadamente frágil, más bien

delicado, analiza despacio los documentos, parece conmovido ante las pólizas. Por alguna

oscura razón, su cortesía hace pensar en diccionarios. Entonces, ¿se nos permitiría quedarnos?

No, no se nos permitiría quedarnos. Dice que el lugar se ha transformado. Dice que hemos sido

víctimas de circunstancias adversas.

Dice que no.

Dice, lleno de alegre pesimismo, que se siente aislado y enfermo, y que debe cuidar su apariencia

de salud. Pregunta si no conocíamos la inminencia de un conflicto. «Conflicto» era algo que

evocaba malas notas, profesores particulares, calamidades domésticas, ruina, y las quejas destempladas

de Procopio, el administrador tuerto, con ese algo de cojo que a veces tienen los tuertos.

Dice que se nos extendería, qué duda cabe, un salvoconducto, y hubo el momento en que vimos salir

nuestro equipaje con los grandes sellos militares que les permitirán a ustedes dirigirse adonde

ustedes gusten, viajar hacia otros lugares, hacia otros balnearios destruidos.

 

Mamá en el andén paga lo justo al taxista, al maletero, vigila cómo nuestro pasado va siendo engullido

en pedazos por el vagón mercancías. Estaos quietos, por favor, estaos quietos, no hay nada, nadie,

todo ha sido mentira, los pasajes de primera, inminencia o conflicto ya nada importa, la casa de

mi infancia y sus pasillos, es necesario que las personas descansemos, no es nada, no es nada,

no debéis preocuparos, moriremos todos, nada, nadie, yo he leído que los protagonistas jamás

mueren, yo he leído.

Aromas de jarabe y de limpieza: nuestro nuevo departamento. Ventanillas que parecen ventanillas,

asientos tapizados –yo soy el que lo mira todo–, pantallas luminosas con una góndola dibujada.

A ambos lados de las vías, las casas se observan con hostilidad. Entonces mi hermana hace un

gesto del que no podré olvidarme: asomada, comienza a despedirse, pero todo está desierto en

los andenes.

 

Retengamos esa imagen porque no volveremos a verla: Anatalia se despide, agita su mano al vacío,

le dice adiós a la nada en una estación para nadie, y el viento rueda frío. Si fue un gesto de soberbia,

si el mundo se abrió para ella o se sintió lastimada, no sabría decirlo.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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