madrid, tribu urbana

francisco umbral 2000

No saldrás de Madrid en veinte siglos.

DON DIEGO DE TORRES

VILLARROEL

De Madrid hay que recordar siempre

que fue moro.

RAMÓN

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Entre las memorias, el diario íntimo, el diario público, el ensayismo, la narración y el cartelismo me ha salido de entre las manos este libro de ambición parcial, aunque de apariencia y volumen total.

Cada día tiende uno más a la escritura en libertad, a la prosa que nos trae el día, como un ramo de flores hospicianas, frescas, húmedas y baratas. Y no creo que esto sea achaque de los años —demasiados tengo: años y achaques—, sino liberación y madurez, ruptura mansa, nada  espectacular, con los géneros convencionales, con la comercialidad y el pacto.

Un escritor en progresión camina siempre hacia mayores libertinajes de pensamiento y estilo, dejando atrás el compromiso burgués de lo que quiere el gran público, que es público porque ni siquiera sabe lo que quiere. Madrid, como tribu urbana de origen moro y herborización plural, ha sido uno de los temas más repetidos de mi vida, porque una ciudad o un pueblo es toda una galaxia si la miramos con amor y capacidad de asombro, esa segunda ingenuidad que no se debe perder nunca, como la primera, que es directamente la infancia.

Madrid, mirado como un pueblo moro, que es lo que nos recuerda Ramón, tiene muy buenos viajes de agua y por eso es ciudad arbolada en la meseta, y parece emerger de un bosque. Madrid duda siempre entre el Jardín Botánico y el Guadarrama, y de esa duda vamos viviendo los madrileños. Un tema, un tono y un territorio acotado. Con eso basta para ponerse a escribir cuando uno es algo escritor. El tema es la vida que corre aún por los canalillos moros, esta ciudad con olor a regadío y cultura de regadío. El tono, ay, lo ha de poner uno, y es nada menos que el estilo, que ahora llaman «escritura» para no asustar. La voz y el estilo hacen al prosista y al cantante (Sinatra).

Pero hoy los del oficio no escriben sino que redactan, y, en cuanto a la voz, todos escriben afónico, o casi todos. En cuanto al territorio acotado, previsiblemente es Madrid, o más bien el tiempo madrileño, su tempero político, social, intelectual, callejero, cotidiano, festivo, monárquico a días, republicano a días, vivo siempre y muy puesto, como la ciudad ha demostrado a lo largo de la historia. Acotar un tiempo —el espacio se acota solo— y escribir todos los días. Ni un día sin línea, ni un día sin periódicos, ni un día sin pan, ni un día sin amor. De todo esto se encuentra lleno mi libro, profundamente unitario en el tiempo y en el espacio, en el clima moral o amoral de España, pero de asunto cambiante y variaciones sobre el mismo tema, sobre el mismo tomo. Este asunto de la vida le interesa a uno —y le interesa al público, a juzgar por la audiencia de los media— más que el asunto de la tía María y la hija que le salió un poco puta.

No un Madrid galdobarojiano sino un Madrid directamente moro, con más acotaciones proustianas que costumbristas. La columna de periódico me ha dado un género literario: el libro como una columna/río, largo, ancho, interminable, ilustrado de nombres y sucesos, acuciado de actualidades y fugitividades que permanecen y duran. Una columna de más de cuatrocientas páginas y la  España actualísima y urgente contada sin urgencia, despacito y buena letra.

Recordemos que somos un poco moros, tanto que ahora los moros están volviendo. Su tiempo de arena y pereza es el nuestro. Y el que a ti te deseo, perezoso lector, infame y fulgente amigo que todavía lees y me lees.

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La Dacha, 2000

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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