carta abierta a una chica progre

 

umbral

 

 

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Te miro en tu provincia de tedio y plateresco, aquel itinerario entre el colegio de las monjas y el cine de los sábados, paseos con el primer novio entre las álamos del río, y el beso que te dio, o su mano en tu pecho, cuando la naturaleza toda, el universo, el puente romano y los ojos del agua miraban tu pecado original.

  Así encarnaba la idea gaseosa de tu impureza, así empezaba lodo, «doce veces impura», como te han llamado, muchacha, y desde los juegos infantiles, cuando el niño te ensuciaba de orines y arena, desde las páginas grandes y viriles del Antiguo testamento, tú eras la suciedad, el pecado, el mal, la boca abierta de lo inmundo.

  La idea de impureza flotaba sobre ti, era el sol sombrío que te iluminaba, el cura de tu niñez, hasta que aquel día, a la orilla del agua, el primer beso, el primer novio, la primera caricia, la respuesta húmeda y asustada de tu cuerpo al suyo, te dieron la medida y la realidad de tu pecado milenario.

  Doce veces impura, doce edades impura, doce universos impura. Impura por toda la eternidad, y cómo volver a casa, al colegio, al refectorio de las monjas o al cuarto de labor de mamá, todo ha sido así en España y en el mundo, y si a la mujer se la rodea de flores, si se le dice todo con flores —«dígaselo con flores, please»— es porque hay un convencimiento secreto de que la mujer huele mal.

  Tú no habías leído a Nietzsche, a Hegel, a Schopenhauer, pero todos estaban convencidos de que no tenías alma, aunque te miraban ya el cuerpo incipiente, al pasar, porque cuerpo sí que tenías, o ibas a tenerlo enseguida, y para mejor disponer de aquel cuerpo, era preferible despojarlo filosóficamente de alma.

  Hoy, como otras palabras están mal vistas, dicen que eres una progresista, y los costumbristas de urgencia te llaman progre, pero yo te miro en aquella infancia de postguerra, sobre poco más o menos, cuando jugábamos en lo que habían sido refugios antiaéreos, y tenías cinco o siete años y andabas medio desnuda por los desmontes, las ruinas, los escombros, los humos y las hambres, pues las guerras siempre aceleran un poco o un mucho la marcha de los tiempos —dicen los partidarios de hacerlas o los que juegan a consolarse con todo—, y gracias a la guerra pudimos nosotros, niños de postguerra, verte desnuda mucho antes de lo que habríamos podido en tiempos de paz.

  No siendo gitanos, como no éramos ni tú ni yo, no siendo sino niños de familias de orden, cuándo, sino gracias a la guerra, habrías andado tú con la braguita malva perdida, paseando tu desnudez párvula por sobre un paisaje roto de alambradas inútiles y bombas fallidas. Así que, quieran que no, la guerra nos maduró desde niños, y tú nunca tuviste las hopalandas y las sobrefaldas que hacían púdica y angelical a una niña antes de la guerra.

  Alas tampoco te salieron, como les salían a las niñas de antaño, pues ya no era nada tan bonito como entonces, y puesto que no tenías alas pudiste venir con nosotros, con los chicos, a jugar en las cloacas, en los desmontes, entre las tapias, y fuiste eso que se llama un chicazo, y eso llevas ganado, porque la niña con alas se encuentra muy incómoda de jovencita, y los novietes, al primer apechugón, se extrañan de tanta pluma y les parece que están seduciendo a una gallina, de modo que se van cantando bajito y si te he visto no me acuerdo.

  Quizá tu frustración es el no haber tenido alas de niña, aunque Freud dice —ya sabes, don Segis— que tu frustración es no haber tenido pene, pues los señores sabios se han empeñado siempre en explicar la feminidad como una frustración y en buscaros lo que os falta, porque no se hacen a la idea de que a la mujer no le falte nada.

  Ellos son así.

  No hay más que leer las cartas de amor de Freud a su novia para ver que era un cursi y que de mujeres no sabía una palabra, ni por ciencia ni por experiencia, pues ya desde sus estudios de la sexualidad infantil empieza con lo del erotismo vaginal, que es un fantasma, y condena el erotismo clitoridiano, que es el gran erotismo femenino, como una aberración.

  Marie Bonaparte, nieta del emperador y discípulo de Freud, observa que ciertos salvajes castran el clítoris a sus mujeres para hacerlas frígidas y evitar el adulterio, a pesar de lo cual no se da por convencida de que el clítoris sea la clave del erotismo femenino, y saca del hecho consecuencias contrarias. Los salvajes en cuestión sabían más que ella de mujeres, y más, por supuesto, que don Segis, que perdía mucho el tiempo en su despacho ceniciento de Viena, mientras las mujeres de verdad, clitoridianas y vaginales, bailaban el vals en aquella ciudad alegre y confiada.

  Albert Ellis y otros científicos han dejado esto claro, pero todavía Simone de Beauvoir habla del orgasmo vaginal como de un quinto cielo, y esto es tan literario y tan anticientífico como hablar de las delicias de la noche de bodas, que suele ser tediosa, torpe, sangrienta, premiosa y mediocremente turística. Porque todos esos pensadores y científicos, al defender el orgasmo vaginal —inexistente—, están defendiendo en el fondo una realización sexual armónica, casi un ballet erótico, una unión mística de la pareja que no ha tenido nunca lugar en ninguna de las especies, pues en unas se da con precipitación unilateral y en otras con mucha armonía y unción como en algunas parejas humanas, pero con poca gratificación libidinal verdadera, ya que el acto sexual humano ha de ser y es —léase a Reich— plural, variado, libre, sucesivo, anárquico, imaginativo y pragmático, sin posibilidad de ajustarse a ningún modelo escultórico.

  Así las cosas, la defensa del orgasmo vaginal supone una pretensión de apolineísmo erótico que es la última apelación al idealismo dentro de la alcoba, con todo lo que el idealismo tiene ya de irracionalismo para la filosofía dialéctica.

  Los últimos movimientos de liberación femenina que andan por el mundo ponen tanto énfasis en que se le haga justicia social a la mujer, por ejemplo, como en la defensa del clitoridianismo, pues la distinción de la señora Bonaparte entre clitoridianas y vaginales es puramente especiosa, ya que sólo hay clitoridianas, y las otras, las llamadas vaginales, no son sino frustradas, adormecidas, pasivas, frígidas.

  Donde se ha dicho durante siglos que la mujer no tenía alma, debió decirse que la mujer no tenía clítoris. Ya sabemos que el orgasmo femenino es un hecho cultural, un descubrimiento muy tardío, porque el clitoridianismo ha estado prácticamente dormido a lo largo de los tiempos.

  La nueva mujer clitoridiana (que la Bonaparte condena como viriloide o sáfica) es la mujer agresiva, liberada, que ha conquistado su personalidad y su carácter, su vida sexual plena y, por tanto, una seguridad fisiológica y mental.

  Pero entonces, muchacha, en aquellos años lluviosos y nublados, tú eras sólo una niña semi-desnuda por las ruinas del país y yo te miraba con ojos de pecado, y nuestro paraíso terrenal fue un mundo de ruinas y escaseces donde a veces tú tomabas la iniciativa erótica, en los cobertizos del suburbio, porque la niña, como la salvaje, todavía tiene iniciativa, y luego la pierde, se la arrebatan, en la vida, con la educación, el virilismo, las conveniencias de las gentes bien nacidas, el hogar, el matrimonio y los consejos de las tiítas solteras, que son unas arpías.

  Pero decía que te miro en tu provincia de tedio y plateresco, etcétera. (Malo es empezar con un alejandrino).

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La abuelita «rezaba el rosario de los nietos», como dijo el poeta, e incubaba, clueca de tradición, viejos tópicos y viejos refranes, como ésos que Ionesco ha caricaturizado en «Jacobo o la sumisión» (eran los tiempos en que Ionesco aún no le hacía visitas a Pompidou): «Para cocer las viruelas son mejores las cazuelas». Con tales cazuelas y tales viruelas se ha cocido la sabiduría hogareña durante varios siglos, y de ahí lo mismo salía un dibujo para almohadones que un remedio para la tosferina, una hila para el dolor de muelas o un unto para la embarazada.

  La abuela es la referencia femenina más remota que hay en tu familia, y todavía se asoma la difunta a ventanas ovales, pianos invernizos, para recordarte que el mundo está bien hecho y reprenderte por lo de la píldora, que a ella, desde su limbo de los justos o seno de Abraham, le parece que son aspirinas. «Esa niña se está matando con tantas aspirinas». Las educaron así, pasivas, sumisas, soberbias, con orgullo de clase y vergüenza de sexo, y cuanto más frígidas eran más señoras, cuanto más ignorantes más puras.

  La abuela casó con el abuelo, quizá porque eran de la familia, o porque él era el mejor amigo de papá, de su papá, pues en aquellos tiempos se llevaba aquel raro incesto legal de pasarle la hija predilecta, en matrimonio, al mejor amigo, a aquél que es como la contrafigura de uno mismo y con el que se ha ido por ahí de mujeres —«de coristas», decían ellos— más de una vez.

  Es como pecar con la hija por delegación, y el amigo vicario cargaba con las consecuencias y con la niña.

  «Ella fue honesta», se titulaba una novelita verde de don José María Carretero. «El caballero Audaz» (todos los caballeros, por entonces, eran audaces) y la abuelita también fue honesta, hizo sus novenas, soportó a un marido de lujuria y nicotina y finalmente lo amortajó con la Cruz de Santiago o el hábito de franciscano.

  La abuela lejana y milenaria, la abuela centenaria y enlutada es el globo femenino que cruza como una bandera negra las habitaciones de la vieja casa, en la que tú ya no vives, y más que la revolución contra tu madre, la estás haciendo contra tu abuela, porque a la madre la ves hecha un lío, la pobre, indecisa, insegura, intermedia, pero la abuela todavía tuvo el empaque de doña Emilia Pardo Bazán. Aquellas recias abuelas de la raza, señoras de butacón de mimbre y autoridad, que, a fuerza de no ejercer como hembras, acababan ejerciendo como hombres con la familia y los criados, mandando y ordenando, haciendo de Catalina la Grande en la Santa Rusia del hogar, pero sin alabarderos para por las noches —Jesús, Jesús—, como la emperatriz.

  Reinaban en la estepa de su frigidez y troquelaron a mamá a cal y canto, hicieron de tu madre la señora rezadora y afligida que ahora ves. La ilustración de las familias era una cosa que entonces estaba muy de moda, pero las familias se han ido deslustrando progresivamente y si tu madre fue ya una pálida imitación de tu abuela, tú eres un producto nuevo y raro, híbrido y anfibio, centáurico y apócrifo, que ya no borda, ni cose, ni canta, ni llora, ni suspira. ¿Qué rayos es lo que haces tú?

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  Un escritor español se preguntaba una vez qué iba a ser del país cuando se fuesen muriendo todas esas viejas incansables, ayudadoras y tenaces que fueron la generación de las abuelas. Se habla de ruptura generacional, de conflicto entre padres e hijos, pero habría que hablar, realmente, de conflicto entre abuelos y nietos, porque los padres están ahí, de generación intermedia, atónitos, sin entender nada, yéndose al cine o a la novena para echar balones fuera, y no saben de qué va, aunque hacen como que sí.

  Las abuelas, las abuelas fueron las pioneras atroces del continente puritano de la burguesía, y están ahora en sus orlas hogareñas, lejanas y míticas, dictatoriales y necrológicas, mirándote cuando estudias, cuando no estudias, cuando haces el amor, cuando haces la guerra, y te ven desde su valle de Josafat, como te veían desde la solana, en los veranos del pueblo.

  Se rompe fácilmente con la madre y con el padre, porque están demasiado cerca, se los desaloja del interior de uno, su estar vivos los objetiva, pero las abuelas, los abuelos, aquella generación mítica y grave, la última gran generación burguesa con conciencia de clase (lo que tiene la burguesía ahora es mala conciencia) todavía pesa sobre nosotros, pesa sobre ti, y de alguna manera ensombrece tu vida, porque estás viviendo, estamos viviendo todos de los flecos y las herencias difusas de una moral fin de siglo.

  El folklore semántico a la moda te llama contestataria, progresista y contracultural, y eres todo eso y mucho más, quizá, pero sólo te habrás realizado plenamente cuando hayas desalojado de ti la imagen autoritaria y matriarcal de la abuela. Freud hablaba de asesinar al padre. A quien hay que asesinar, oye (dicho sea metafísicamente y sin enfollonarse) es a la abuela.

  Mamá, ya sabes, qué te voy a decir, que a días se siente muy moderna y quiere ser tu mejor amiga. Qué pena, qué desaliento cuando las madres quieren ser las mejores amigas, cuando los padres quieren ser los mejores amigos. Eso es una cosa que a veces se da en la vida, pero casi nunca, y no, desde luego, por un propósito de fin de semana.

  Hubo aquel tiempo en que creías ciegamente en ella. Luego la has querido y ya está. Se habla mucho, ya digo, de la ruptura con los padres, pero yo insisto en que la ruptura debe ir más allá, hacia los abuelos, y también ser colateral, porque las tías y las primas hacen más daño que nadie. «Cómo te vas a ir sola a Ibiza, hija, qué diría tía Bendita». Tía Bendita se quedó soltera. Era la vecinita de enfrente, que solterita se quedó mientras los niños jugaban a la rueda rueda, era la soltera española cantada por doña Concha Piquer antes de poner unas galerías de arte en El Rastro, y tomó sobre sí la sagrada responsabilidad de intervenir la vida moral de la familia, la virginidad de las niñas y la educación de los chicos.

  La revolución, pues, no debe ser tanto lineal como colateral, y de quien más hay que defenderse es de las tías por parte de padre y por parte de madre, pues ellas son el coro griego de las familias y subrayan en voz alta todo lo que el protagonista y el deuteragonista, el padre y la madre, están pensando sin atreverse a formularlo. Las tías, las cuñadas, todo eso. Cuñada no es siempre una señora hermana política de mamá. Cuñada, más que un parentesco, es una categoría humana, un biotipo, una manera de ser, «una extraña manera de ocupar un lugar en la tierra», como tituló alguien un cuadro. La que nace cuñada ejercerá toda la vida de tal y pondrá cuñas de cuñada en las relaciones familiares.

  A mamá la coartan mucho las cuñadas, la cohíben, y ella te comprende un poco, quizá sólo un poco, pero las cuñadas no te comprenden nada, porque son las hermanas de tu padre y le dicen a él, cuando va a comer la paella que le hacen una vez al año:

  —Claro, te casaste con una mujer sin principios y así está educando a la niña, que hasta la han visto en el drugstore tomando un sanfrancisco.

  Del mismo modo que el obrero se revuelve, no sólo contra el patrono tirano y explotador, que los hay, sino también contra el subordinado acusica, contra el esquirol y el integrado, tú debes revolverte contra las cuñadas, las tiítas y las visitas de la familia, que son las que más malmeten.

  Mamá, la pobre, ríe y llora, hace la cuenta de la plaza, te lee las cartas, cuando puede, y está al día de las subidas de la merluza y los programas del segundo canal, pero es de alguna manera el moro muerto con el que no debes malgastar tus grandes lanzadas, y cosa parecida podría decirte de papá (perdona el tono a veces paternalista de esta carta, pero lo da naturalmente el género epistolar y la inercia de los géneros es una cosa contra la que todavía no hemos aprendido a luchar los escritores hegelbarralianos, ya me entiendes).

  Tuviste, allá por los últimos años cuarenta, una hermana mayor que fue niña topolino y que anduvo entre los modelos eróticos de Amparo Rivelles, Elena Espejo, Shirley Temple, Carlota Brontë y Carmen Miranda. Hoy, la niña topolino está casada con un médico en la provincia de Almería y son bastante felices. Eran las contestatarias de aquella época e hicieron grandes locuras en el Sésamo madrileño. Leían a Carmen Laforet y a Somerset Maugham.

  Sé que te escribes poco con ella y que ya no os entendéis. Una vez, en nochevieja, cuando se puso un poco piripi en familia, con el anís del mono, lloró a solas contigo en el cuarto de baño y te dijo que su vida era una mierda y que no te casases nunca. A ti te dio una pena lamentable e intelectual aquella revelación tardía, esperada y nocheviejera. Casi todas lo hacen en esa ocasión, si tienen una hermana menor que las escuche, pero luego empiezan el nuevo año comprándose de Reyes una consola, un nuevo modelo de televisor y un abrigo de chinchillas (imitación) como el de la esposa del director gerente de su Paco.

  Irrecuperables, sí, irrecuperables. De modo que hablemos de tu infancia rosa, el descubrimiento genital como horror, vacío, la envidia del pene, el complejo de castración y toda esa literatura de don Segis que felizmente habrás superado, espero, porque don Segis, en lugar de observar a las niñas, que son naturales, sabias y silvanas, se dedicó a imponerles normas de conducta y a arrimarles el orinalito del psicoanálisis, con lo cual, como más o menos dice Eva Figes, se ha cargado a varias generaciones.

  En fin. Que la filosofía está en crisis, también la de don Segis, y hay jóvenes pensadores españoles que hablan de la filosofía tachada, y gritaban los chicos de Nanterre que toda ideología es de derechas, pero yo no me voy a meter en eso.

  Los profetas de Sausalito recuerdan que la verdad, como la luz, viene de Oriente, y al sol siempre nuevo del Oriente vuelve a ser verdad tu cuerpo de niña desnuda y natural, pariente de la planta y el astro, no necesariamente fosilizado por cualquier teodicea laica. Tu abuela puritana fue la tesis. Tu abuelo golfo, la antítesis. ¿Eres tú la síntesis femenina y actual de la vieja pugna española entre liberales y conservadores?

  Espero que no. Eres, en todo caso, un supuesto hegeliano con pantalón de pana y sin sujetador. A partir de ahí el mundo puede ser tuyo.

  Pero mucho cuidado con las tiítas, ya te digo. Y con las cuñadas. No olvides la revolución colateral, que es la más importante y, sobre todo, la que a ti te toca hacer, pues la otra, la lineal, esperamos que la harán por nosotros, con nosotros e, incluso, si hace falta, contra nosotros.

  Llamo revolución colateral, ya sabes, a la lucha con la vida alrededor, a la incineración concienzuda, filosófica y silenciosa de lo que tienes en torno.

  Dijo Lawrence de la obra de Proust que era una anarquía con buenos modales. Los buenos modales son siempre recomendables, sobre todo cuando no te dejan tener otros. Todavía Baudelaire veía en toda mujer que escribe un hombre frustrado. Por la misma razón, podríamos ver en todo hombre que no escribe una mujer frustrada. A nuestros antepasados les perdían las frases. Yo no sé si tú escribes o no, ni falta que hace saberlo, pero ten cuidado con el mote de progre, que es cosificador como cualquier otro y acabarás saliendo en las piezas de café-teatro como las existencialistas de Sésamo salían en los chistes de «La Codorniz».

  Queramos o no, hoy las ciencias revolucionarias adelantan que es una barbaridad y ya no hay demasiadas probabilidades de que acabes, como tu hermana mayor, la chica topolino de los felices cuarenta, llorando por nochevieja en el cuarto de baño con una decepción metafísica de anís del mono. Quiero decir que no hay demasiadas probabilidades de que te casen con un médico del Seguro con destino en la provincia de Huelva.

  Seguramente esta carta te va a llegar tarde, cuando ya hayas huido hacia París, Londres, Berkeley, Katmandú, Amsterdam o Ibiza. Me alegraré de que esta carta se pierda. Es su mejor destino, perderse, encontrar un apartamento vacío, una puerta cerrada, una cama sola, unos pósters abandonados. Pero si no hay suerte y sigues ahí, tomando cafés adulterados, leyendo periódicos homologados y discutiendo con pálidos estudiantes que saben latín, te ruego que me escribas tú a mí, que también estoy muy adulterado de café con leche, porque me hace mucha falta recibir carta, consejo, orientación, consuelo, ánimos, esperanza y toda la sabiduría directa y cruel de una mujer un poco más joven y más libre que yo.

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