francisco umbral

mortal y rosa

 

 

…esta corporeidad mortal y rosa

donde el amor inventa su infinito

 

pedro salinas

 

 

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El sexo, aquella cosa dulce que gemía en la infancia, aquel interior de flor que cantaba apenas, aquel secreto vegetal y pequeño, que fue alcanzando frondosidades de placer, urgencias de dolor, que llegó a proliferar, alumbrar, quemar como un verano o una primavera, clandestinos.

Aquello. El sexo, la cosa, aquella cosa, la planta tímida que gemía de amor contra las tipografías austeras del catecismo, contra la severidad de las familias y la legión de los pecados. Aquello.

Clave del tiempo, suspiro de la carne que luego sería la carne entera, reguerillo de vida en que más tarde se anegaría la vida toda. No nos habían dicho que había que lavarlo, cuidarlo, manipularlo, deshojarlo, sino que era lo secreto, lo callado, desde que perdió la gracia primera de la infancia, su inocencia de ameba, y fue cobrando agresividad y fuego.

De modo que le quitábamos sarros con la uña, en la escuela fría de posguerra, y fue la gran potencia orinadora que podía calentar las manos, cruzar la calle y asustar a las niñas.

Empezó a torturarse a sí mismo, a desearse a sí mismo, violado de alpacas y hopalandas, fornicador de vírgenes de lienzo, doncel de retrete y mujeronas de vacío. Parece que la vida va a ir por un camino y el sexo por otro. Se tarda en aprender que el sexo es el camino, que no hay más que un camino. Un árbol nunca visto de deseo y proliferación apuntaba en el alma, y una vergüenza de salitre nos abrasaba la ropa, y de eso se pasa al sexo como agresión, como exhibición, que es otra forma de sufrirlo.

Qué difícil y qué tarde la asunción del sexo, su verdad, su plenitud, la invasión pacífica y placentera, la aceptación.

No era un enemigo que llevabas en la carne, ni un secreto, ni un mal. Era la fuente cegada que habrías de convertir en fuente serena. Pero eso no lo enseñaban. De modo que fue pasando, clandestino, por mujeres oscuras, cuerpos velados, manos de sangre, por la floración temblorosa de las enfermedades y el percal eucarístico de las novias.

Tardaría en navegar dulcemente las aguas rosa, el tiempo de una mujer, el silencio de toda una tarde. Tardaría en ser la flor violenta de las primaveras interiores, mas hoy está dueño de sí, lleno de recuerdos, heroico de pieles, dentaduras, noches, sangres, ninfas y reptiles. Hizo su biografía, pespunteó el mundo, ha perdido su calidad de arma y su rubor de planta, y florece maduro, pleno, vegetal y lírico en la penumbra del futuro.

Qué seguridad, qué paz, qué silencio varón emana de él, me viene cuando trabajo. Dejar que la invasión del cuerpo se consuma, que todo el cuerpo se haga sexo, para que todo el sexo, en seguida, se haga alma. Luchar contra él es hostigarlo, sitiarlo, enfurecerlo. Debe desbordar las laderas de la carne, es el Nilo que llevamos en el alma, y cuando ha bañado plácidamente el mundo nos deja serenos, seguros y luminosos.

El sexo es una flor o un monstruo. Se puede optar, en la vida, por llevar oculto un monstruo o por llevar erguida una flor. Casi todo el mundo opta por el monstruo, lo esconde, lo hostiga, lo alimenta o lo mata.

Pero el sexo, que tiene vocación de flor, sufre mucho con su encarnadura de monstruo. Algo va a crecernos en el cuerpo. Un rosal o un reptil. Podemos nosotros decidir su naturaleza. Nos han enseñado a decidir que sea reptil. ¿Por qué no dejar que sea rosal?

La gente vive con su reptil, con su cloaca, y eso les sale a los ojos en la cara. Un rosal vergonzante en seguida se queda en sólo sus espinas. Luz a los rosales. Podrían pasear por la vida un lirio vivo, una orquídea alegre, y pasan de contrabando un nido de víboras. La culpa, el mal, esa herencia literaria y atemorizada que traemos de los siempres.

La vida es demasiado buena o demasiado mala. La vida hay que pagarla. No hemos aprendido la gratuidad de la vida. Cuando aprendamos que la vida es gratuita le perderemos el miedo sexo.

Pero se nace con conciencia de débito, con sentido de culpa, con heredada sensación de deuda.

La vida es gratuita y eso es todo.

Gratuita en todos los sentidos.

No cuesta nada porque no sirve para nada. No hay que pagarla con sangre, justificarla con miedo o recaudarla en actos. Hay que prestarse a ella y dejar que se haga con nosotros. El sexo es la moneda con que hemos decidido pagar y cobrar la vida. Renunciar al sexo, o mortificarlo, o llenarlo de culpabilidad, es la manera de pagar la vida con el sexo.

Utilizar el sexo, agotarlo, urgirlo, es la manera de cobrarse en sexo la vida. Nunca aprenderemos que la vida es sexo, que el sexo no es una moneda, que no se trata de una contraprestación, sino de dejar que los manantiales del ser corran libres y coloreen el mundo. Hemos amonedado el sexo, lo hemos convertido en rehén, en préstamo.

Es lo más caro que tenemos, somos nosotros, y por eso queremos domarlo, que sirva para comprar algo, la inmortalidad, el perdón, la vida misma. Pero el sexo, que soy yo, que es uno, que es la vida, sufre con estas fragmentaciones. Miro mi sexo, liberado ya de su condición mercantil, metafísica, negociadora. Miro mi sexo, que ya no es una moneda ni un arma. Que no quiere comprar la vida ni la muerte, ni forzar nada, sino sólo iluminar el mundo, iluminarme, poner claridades dentro de la sombra femenina, acarrear luz a la luz y noche a la noche.

No sabe que la Historia conspira contra él. Luce inocente en la carne con su salud de émbolo o de tigre.

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Pero los ojos, mis ojos, los ojos que me miro y que me miran, en el espejo, los ojos por los que he visto el mundo, por los que el mundo se ha asomado a mí. El exterior me conforma a través de los ojos estoy lleno de lo que he visto, de lo que he mirado.

Ojos castaños, un poco achinados, antaño, ojos cansados, hoy reducidos detrás de las gafas, ojo izquierdo con menos luz, que matiza y precisa mejor lo pequeño, el hormiguero de las letras, en un libro, ojo derecho, más activo, agresivo, más cansado y congestionado, por el que ha ido pasando, doliente, toda la cultura del mundo y se ha quedado en él, embotada, escociéndome, como otras veces he dicho.

Hilvano el mundo con los ojos.

Ojos que imaginan cuando leen que ven lo que crean con su lectura, que ven incluso lo no visible y le dan precisión plástica a los conceptos, a los pensamientos leídos. Los ojos pastan en el libro y a veces, al cerrar el libro, los ojos se quedan dentro, como hojas frescas, y ando ciego por la vida, sin ojos, sin ver el mundo, porque los ojos siguen mirando lo que han leído, se han enterrado en letra impresa.

Luego, cuando soy dueño de mis ojos, miro con ellos el mundo, y los paisajes vienen a los ojos en remolino. Cuando uno es consciente de sus ojos, es como el mar mirando el mundo. Los ojos son lo más acuático que nos queda de haber nacido del agua, y cuando un hombre mira la tierra firme, la montaña, es siempre una criatura del mar, es el mar-criatura quien contempla la sequedad mortal del Planeta.

En mis ojos vive siempre una mujer. La mirada es la única forma de posesión completa, total. Ver vivir a la mujer, verla moverse, dentro de una armonía que la circunda, tenerla apresada en la retina, en la pupila, sin que ella lo sepa. Cae el cuerpo de mujer desconocida en el círculo del ojo, y vive en él, sin dolor, lo habita dulcemente.

Mirar a la mujer.

El tacto es ciego, el olfato es galopante. La boca es frenética. El oído es torpe. Sólo el ojo alcanza la totalidad. Reconstruir una mujer a partir de su voz, de su contacto, de su sabor, de su olor. Eso es la imaginación. La imaginación es el vuelo de un sentido a través de todos los otros. La imaginación es la sinestesia, el olfato que quiere ser tacto, el tacto que quiere ser mirada. La imaginación nace de una limitación.

La mirada, quizás, es menos imaginativa porque posee más. Pero la mirada necesita imaginar lo que ve, redondear y colorear el cuerpo de la mujer, acercar lo que está lejos, alejar lo que está cerca. No basta con mirar. Hay que sobremirar, sobrever. Hay que interiorizar lo que está afuera y verlo hacia adentro.

Mirar a otros ojos da miedo. Los ojos queman los ojos. El mal de ojo, decían los antiguos. ¿Y qué es el mal de ojo sino los ojos del mal? Los ojos se refrescan mirando el mundo y se queman mirando otros ojos. Nada nos abrasa como una mirada. La mirada del odio, la mirada del amor, la mirada de la pregunta. Sé que mis ojos pueden incendiar el mundo.

Sé que otros ojos pueden incendiarme. Sólo otros ojos. Unos ojos de mujer. Los ojos son espadas. Espadas en alto. En el amor, los ojos son lagos que se comunican, que se trasvasan. Ojos de mujer y de hombre. Pero en la vida vamos agrediendo y sangrando con los ojos, por los ojos.

Fósforo de ojos, mirada fosfórica, el brillo de los ojos en la oscuridad del cuerpo, ojos fluviales en la sequedad de la carne. Peces, los ojos, que navegan por la luz o me navegan el cuerpo.

¡Ah!, la agresividad de los ojos. Los ojos, arma blanca. Aprender a mirar los ojos, a mirar lentamente, profundamente, aprender a escuchar con los ojos. Nadie puede soportar la interrogación del silencio, se ha escrito. Nadie puede soportar la interrogación de los ojos. Los ojos nos descubren y nos encubren.

Cuánto tiempo tarda un hombre en ser dueño de sus ojos, cuánto tiempo he tardado yo en habitar mis ojos, vivir en ellos, poblarlos.

Porque generalmente huimos la región de los ojos, demasiado clara, y nos agazapamos en los sótanos del cuerpo. Hay que irse a vivir a los ojos como a lo alto de la claraboya, a las claras buhardillas de la casa, a los cielos del cuerpo.

Estar en mis ojos para que se me vea y para ver.

Instalarse en los ojos como en las estancias más soleadas del cuerpo. Mis ojos, que han visto el mundo, reposan en una carne de mujer, de mujer desconocida. Bajo el

sol, entre la sombra, lejos o cerca, ese cuerpo de mujer cuyo espesor deducen los ojos, esos miembros que hay que mirar hasta que pierden coherencia, sentido, convencionalidad —como lo pierde una palabra muy repetida—, y son ya sólo forma libre, volumen gratuito, pulpa de vida, existencia cuajada, materia involuntaria, alimento para el ojo. Desencantado de lo profundo, resido en mis ojos.

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Ha venido el verano y se ha llevado al niño hacia otros soles, hacia otros veranos, arboledas de sombra en que se me pierde, tan amenazado siempre, playas desvariantes, mares que le acogen en su gran barba blanca, en su vejez clamorosa como una eternidad.

Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un sol solo que apenas los roza, y me mira tu ausencia desde todas las paredes, encarnas en fotografías cuando halago el tacto de la nada. No estás.

Si algún día no estuvieras del todo, niño, cómo sería eso, cómo sería el mundo, todo él cuarto de juegos abandonado, planeta infantil vacío, el universo reducido a la ausencia de un niño. Voy y vengo ahora, con mis tropelías de adulto, entre la quietud de toda tu actividad.

Tropiezo cosas que dejaste caídas, deshago con los pies, involuntariamente, un resto de tu juego interrumpido, y la pizarra me mira con su negror, pero tomar una tiza y escribir en ella una letra o dibujar un lobo, sería convocarte, estremecer el mundo de ondulaciones, y no me atrevo a hacerlo.

Qué callada la casa, sin ti, qué madre la casa, qué útero sombrío recordándote. Tu ausencia queda dibujada en un orden que es un desorden, y el flash de otros veranos fija en las paredes tu brevísima biografía de osos, playas, disfraces, mares y desayunos.

Los leones más fieros, los pájaros más metálicos remiten ya a ti dulcemente. Tu secreto emparentamiento con la selva llena de ternura las fieras de las revistas, y te recuerdo más violentamente cuando un animal pasa a mi lado, aparece en una página o se escribe en letra impresa.

Con eso basta. Los animales, para la infancia, son signos, un leopardo vale por una letra y una jirafa por una palabra. El lenguaje para entenderse contigo son los bichos, y yo hablo gustoso ese lenguaje por que tú me entiendas, por entenderte. Ni mimos ni enseñanzas ni diminutivos.

Es natural el niño porque maneja cosas, mejor que ideas, porque para él no existen las ideas. Las cosas mejores y más vivas son los bichos, de modo que tu lenguaje está hecho de ellos. Eres puro porque jamás has formulado una idea, aún, y discurres con objetos, te mueves entre realidades y te expresas mediante patos salvajes y lobos amigos.  

Fauna convencional que hemos acuñado para ti y para mí. Con la presencia de un perro en la calle me viene lo que tienes de perro, hijo, lo que tienes de bestia natural y directa, de ser errátil, y no hay nada como el parentesco de los niños con los animales, ese niño secreto de los ojos del gato, esa fiera rosada de tu cuerpo.

Estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo menudo que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tic-tac. El mundo hace tic-tac cuando juega un niño.

El universo es un tic-tac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida.

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