Ay, Ilse, qué susto de rojo verbenero, qué alarido de sangre, qué cosa.

Ilse inunda la mirada de rojo pasión, de rojo sobre rojo, y a cada momento se vuelve más bella,

simplemente porque el rojo le recuerda que tiene que vivir con intensidad. Lo dijo la poeta: ‘resucito

de las cenizas con mi pelo rojo y me como a los hombres como aire’.

El color rojo tiene unas hélices desesperadamente rápidas, quizá para colmar su cruda necesidad de

sol: no le gusta pasar inadvertido.

Ilse es seria o parece seria; su cabello rubio cae por debajo del sombrero rojo sobre la blusa roja

en dos grandes ondas antes de morir en un charco de sangre.

Lleva un paso decidido, formal, (como) de trabajo o de gestión, quizá como el de un asesino a sueldo.

Tal vez Ilse va hacia esa habitación silenciosa donde su cuerpo sin venas consulta naipes helados –lo

dijo el poeta.

Uno cree que el paso de las cosas es rojo, que el fluido y el color y el perfume de las cosas es rojo, que

el espesor de las cosas es rojo: pero no los ángulos de las cosas, ni lo imperativo, ni lo duro de las cosas.

 

 

 


 

 

 

 

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