[precaución: poema largo]

 

 

 

 

¿dónde te arañó el león?¿dónde el león?¿te arañó el león?

¿león? ¿qué león?

¿por qué te arañó el león?

¿el león te arañó?

¿el?

¿te arañó?

¿dónde?

¿isabel bono?

isabel bono

 

 

 

Nos confundimos todo el tiempo

después no quedan fuerzas.

Tenerlo todo mi único afán.

Por eso miro hacia aquella casa en mitad de la nada.

Esperamos nubes

lluvia y la última luz (verde) del sol.

Por primera vez me sentía satisfecha, como

si que anocheciera dependiera de mí.

     ‒Mañana tormenta.

No solía equivocarme, pero

me confundía tu cabeza despeinada y tus manos de zarza.

Nombrarte era vagar (ojos vendados)

por un laberinto de setos ardiendo.

Un jardín mojado, tu boca, donde viajar es fácil

escribí después (ahora).

Todo empezó el día

en que nos miramos como perros sin sombra.

La luna pasó de largo como un cometa

y pedimos el mismo deseo.

Y hubo más noches y todas fueron la primera vez.

No sabías más que yo

pero juntos sabíamos todas las cosas.

La primera vez que soñé con él

estaba sentado al borde de la cama. Tan quieto

que las sombras de las ramas de los árboles

que entraban por la ventana

hacían que pareciera que temblaba.

Me acerqué muy despacio. Sentada a su lado

hombro con hombro, frío calor (entropía)

templado templado

y sin mirarlo a los ojos (sus manos) le pregunté algo.

Despierto. No son ramas furiosas

son aleteos de pájaros en la ventana.

Sabía que un día u otro volvería a soñar con él.

Sólo entonces conocería su respuesta.

 

Pusimos la casa en venta.

Recibidor, sala de desconciertos, baño de lágrimas,

taller de besos mecánicos y restaurante.

Razón: yo era la única persona en el mundo

que lloraba con un anuncio de Coca-Cola

y él no pudo soportarlo por más tiempo.

Ésa, la explicación fácil, la otra nunca la supe.

Me despertaban las sirenas de los barcos.

Yo había decidido vivir tierra adentro

tierra si abría los ojos, tierra si respiraba

tierra bajándome por la garganta al tragar el café.

Yo (mi estómago) era un saco de escombros.

     ‒No he venido a consolarte, he venido a descoserte la piel.

Una casa con sólo dos cosas de valor:

la puerta blindada y el mar.

Sin motivos para tener miedo. Imaginemos

que te da por entrar.

Para echar la puerta abajo necesitarías dinamita.

En caso de abrirla, el mar no podrías llevártelo.

Otros ladrones no hubo.

Los libros empezaron a amontonarse al día siguiente.

 

Mejor sería regalarlos, dijo.

Dos platos, dos tazas, dos servilletas. Un albornoz.

Mesa, silla, catre, retrato enmarcado, una foto.

Solución: abrir ventanas.

Tirarlo todo al mar. Mantener (sólo) la calma

y el cepillo de dientes.

     ‒Así no vas a conseguir nunca ser feliz.

     ‒La felicidad no se consigue, la felicidad se pierde.

Por los altavoces (avisaron) hora y media de retraso.

Llevo los zapatos que me pondré el día que nos veamos.

He pasado los tres últimos meses

mirando a todos los hombres con los que me cruzaba.

Ahora llevo tres horas mirando mujeres.

Intento ver en ellas a la mujer que de mí verías

si las mirases como yo miro

a los hombres que creo que podrías ser tú.

 

He pensado que es mentira que me quieres

(entonces), que no eres dulce

que eres invencible. Que has inventado un nombre

y una tarjeta de donante de órganos.

Tu Fu dijo: En la vida es poco frecuente

que dos amigos vuelvan a encontrarse

Tú no eres (nunca) mi amigo.

Volver no significa nada para mí porque

nunca estuvimos uno frente al otro.

Y no es eso lo que me dolía (ahora).

El dolor es otra cosa.

Dolor es pisar la almohada, de puntillas

tratando de averiguar el nombre del pintor.

Qué lejos de todo,

soñando la muerte cada vez que bebías.

Recorriendo el pasillo en busca de los demonios

que Dostoievski te había metido en la cabeza.

Calentarse los pies junto al fuego

tampoco era suficiente. Y bebimos.

Y llegó la muerte que tú habías anunciado. Boca abajo

con la camisa blanca manchada de vómito

la bragueta abierta.

Recogimos las botellas rotas

limpiamos la sangre, cerramos la puerta

y nos marchamos cada uno en un coche.

Si al menos cada cabeza guardara semillas

y diera sombra o frutos, pensé,

por la ventanilla

el gorro de lana calado hasta los ojos

toda la tristeza camino de casa,

escribí años más tarde (ahora).

 

Con las muñecas atadas a la baranda

dejé que los pájaros comieran de mis manos.

Mis manos su alimento, sin agua ni semillas.

Carne blanda y dulce.

Como si fuesen las manos de un mentiroso.

Que llueva cuanto quiera

he salido y estoy dispuesta a mojarme.

Los días nublados ya no me entristecen

las tormentas no me asustan

la lluvia es mi única compañía.

     ‒Cimabue ‒dijiste antes de bajar de la cama.

Y me besaste por última vez.

No teníamos miedo, pero temíamos despertar.

Lo mío (ahora) no es dolor.

Igual que un trozo de pan que se hincha

y al momento se disuelve bajo leche hirviendo

así me infló el orgullo los pulmones

y se me deshizo el corazón bajo el efecto de sus palabras.

Como tus ojos (ahora)

sobre mis palabras sin remediar nada.

Detrás de mí no hay nada.

Si cierro los ojos, delante tampoco.

Era más agradable cuando andabas por aquí.

Si haces algo mal, el castigo es para toda la vida.

 

Ni que decir tiene que él y yo nunca llegamos a encontrarnos.

Que yo viajaba de un aeropuerto a otro

arrastrando una maleta medio vacía

para evitar mirar a los hombres que pasaban con su rostro.

Si yo me quitase estos zapatos y desaparecieran

no me quedaría nada suyo.

 

Cuento esto porque quiero que quede claro

cuál era la clase de amor que me unía a él.

 

Fue entonces cuando el hombre alto

abrió una de las puertas. Dijo: Entra

y ve a por todas las cosas que pesen menos que tú.

Y me deslicé como una hoja de afeitar

sobre los objetos que no tenían nombre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bono, Isabel. Pan comido. Madrid; Ed. Bartleby, 2011

del blog de Héctor Castilla 

 

 

 

 


 

 

 

 

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