No se puede dejar pasar este hermosísimo desplante de Iselin, sobre todo porque ella

es la que nos reta como una avezada matadora.

Nos ofrece su cuerpo blanquísimo y vulnerable en un gesto de poderío torero, como el

matador se planta delante de la cara cornudísima del bicho y deja caer los brazos con los

engaños. Olé.

Desde los medios pechos hasta la línea del pubis, pasando por el nudo del ombligo, todo

es del mismo blanco apenas quebrado, aterrador por vulnerable, palidísimo.

La mirada de Iselin, en cambio, no es la de un desafío simple, directo, sino que tiene un tramo,

un trecho, de tú a tú, y otro tramo, otro trecho, de sobrada indiferencia, que es el que le da

el dominio de la situación, y el que dice: no eres nada, no eres nadie, no te atreves con mi piel,

con mi pálido vientre.

Iselin ejerce la fascinación del poderío, que provoca un desconcierto, una perplejidad: el morlaco

-que somos nosotros- no la cornea porque no puede escapar de la obediencia a sus ojos o a su piel,

a la tranquilidad pálida de su vientre: si hiciera algo rompería el mensaje que Iselin le está ofreciendo:

eres mío y lo sabes.

 

 

 


 

 

 

 

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