LA CASA ROJA

Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa donde los cardenales negros sacrifican papagayos

a la voz del diluvio. El diluvio tiene las barbas blancas como el sauce de la jurisprudencia un domingo de bodas. Los predicadores aman

la tempestad y golpean con sus Biblias de nácar la erección de los guardiamarinas. Las familias beben alcohol, se santiguan, recolectan

insectos. El niño de la lámina se masturba plácidamente con la transparencia. La rosa de Jericó huele a vainilla. Alguien anda diciendo

que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa cuya ilusión está llena de peces, el pez de San Pedro, la conciencia del delfín

encerrada en el aro de la bahía desierta. Lorenzo de Médicis tenía una casa roja, las maniquíes de Bizancio tenían una casa roja. Mi corazón

es una casa roja con escamas de vidrio, mi corazón es la caseta de los bañistas cuya eternidad es breve como columna de lágrimas.

El minotauro hace rodar sus ojos por el acantilado de las estrellas, la herida del anochecer hace su nido en la arena. Yo hablo con alas,

yo hablo con lava de lo ardido y humo de diamante. La geometría bebe veneno, en el canto de los pájaros suena la armonía del baile de

los muertos. En la casa roja hay una mesa blanca, en la mesa blanca hay una caja de plata con la nada del sábado. La intemperie gime

contra los muros, la tristeza gime contra los mármoles. El profeta tuvo una casa de papiro a la orilla del lago, la muchacha del ghetto vivió

en la casa de las preguntas. Mi mano izquierda luce un anillo de agua, en el camafeo de la supersticiosa brilla el mercurio de la temperatura.

Lo que canto es lumbre, caballos lo que canto contra la aritmética y los números. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay

una casa roja, una casa bajo el índice del cielo y el negro nenúfar de la amante devota. El muchacho con ojos de ebonita ama la enfermedad

y el rubí de los reyes. Las mujeres hermosas sueñan con acuarelas, sueñan con garzas y volúmenes y súbitos prodigios sobre las alfombras

de lana. Yo vivo extraviado entre dos rosas de sangre, la que tiñe la calamidad de impaciente belleza, la que tiñe la aurora con su astro

eucarístico. Mi voluntad tiene la cólera del orfebre, mi capricho tiene el óxido de tu frente de hierro. Nadie cruza los bosques malignos, nadie

sobre la yerba de la muerte escucha el desconsolado discurso de las ceremonias asiduas. Yo veo el arco iris, yo veo la patria de los músicos

y el olivo de los evangelios. Mi casa es una casa roja bajo la fibra de un rayo, mi casa es la visión y la beldad de una isla. Aquí cabe la gala

del mandarín y la escrupulosa usura de las edades antiguas. Esta casa mira al norte hacia las lagunas de helechos, esta casa mira al sudeste

azotada por el aliento de los que piden limosna.

Juan Carlos Mestre

en Círculo de Poesía

julio de 2013


 

 

 

 

 

 

 

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