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la homeless de enormes ojos

Se dice que el primer acto de percepción profunda consiste en quitar las etiquetas,

y en eso estamos.

La vida no es una historia —eso viene, si acaso, después — sino una sucesión de

movidas que parecen, con demasiada frecuencia, arbitrarias, casuales, accidentales;

y todo transcurre muy deprisa: la realidad se regenera en un suspiro, y nos pilla dentro,

o fuera, o ni dentro ni fuera.

Pero los humanos, como el universo, estamos hechos de vida, de historias, no de átomos.

La vagabunda guapa de la foto tiene más mirada que ojos, aunque los enormes ojos no

le quepan en la cara. Tal vez se dijo, o le dijeron, que a falta de sol aprendiera a madurar

en el hielo; y también: dos veces, una de más. O que una gallina sin plumas sigue siendo

una gallina, pero no acaba de convencer a nadie. O tal vez: no vale nada la vida, la vida

no vale nada.

Y, a veces, tenemos que hacernos impermeables, porque dentro de la piel no viaja nadie,

y fuera de la piel nadie nos ve pasar. Sabemos que la cadena es larga, larga, pero cada

eslabón suena a cosa cierta, rotunda, definitiva: como un perro que muerde una piedra o

como una investigación que es siempre dolorosa porque sólo utiliza el método del sufrimiento.

“¿Nos quedaremos a calentar la tinta en que nos ahogamos y a escuchar nuestra caverna

alternativa? Años de tumba, litros de infinito” —lo dijo el poeta, antes de que lo echaran de

casa por no pagar el alquiler.

Fotografía de Lee Jeffries, Untitled


 

 

 

 

 

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