mancha azul sobre papel blanco

 

Para encontrarse otra vez como perdido
Hegel

 


Leí mucho y no recuerdo nada. Y en la
habitación del fondo mi madre
se pudre, es un pez. El
palacio de la locura está
lleno de animales
                           verdes con
motas anaranjadas como ácidos y
cubiertos de polvo: entra,
ven.
        No me acuerdo de ti, Pere
decía, creo, lo contrario, Pound
sin talento, a Paz le
gustó mucho: moscas
vuelan alrededor del árbol. Oh, yo
también devoro moscas, a veces me atraganto, tantas
hay, crudas, sí, que no resisten
la cocción (Capítulo III de
L´Alchimie rétablie de Canseliet, «So-
llicitations trompeuses et…………..»),
los senos del niño. Enormes y caídos. Qui
scribit bis legit.
                        Y en los ojos una escalera empieza.
Y vuelvo, vuelvo como un sueño,
como los sueños vuelven, sin entrar,
vuelve a soñarme, allí. Mientras duermen,
duermen, duermen, en la Morgue
«avec les yeux grand ouverts» —vuelve
y la casa desierta, o hay extrañas
gentes que no conozco, cerebros ilegibles. Largo
el viaje por mar. Y en la habitación condenada se
encontró, muertos,
los extraños que vivían allí,
en la casa del confín (Hogdson)
                                                 sin hablar, un niño
enteramente recubierto de escamas —al tocarlo
sentimos una humedad, afilada y
fría como un cuchillo: sin conocernos. Había
también la soga colgada de una moldura
con la forma, en su extremo,
de una cabeza.
Suicidarse y seguir viviendo,
esta frase pertenece a alguien, a
Nijinski, quizá,
no estoy seguro —Largo
el viaje por mar. En una isla había
una caverna y dentro un
enano que no quiso decirnos su nombre.
Una rana le colgaba de la boca, casi lo olvido.
                                                                       Y mi madre
acariciaba al niño de escamas, y de
vez en cuando retraía
la mano y la ponía
cerca de sus ojos, para mirar la humedad, las
gotas de agua fría deslizándose
sobre la piel. (Estaba
ciega como yo.) El
palacio de la locura está
lleno de agua y peces ciegos que tropiezan
en las profundidades, que relumbran. Ven, así
estás a salvo (golpeado, año tras año
por un látigo de luz, hasta la muerte), mucho menos
atroz estás a salvo: los peces
no hablan, lo mismo que los niños, no
se encadenan a una charla en la
que nadie responde ni te
responderá nunca, y que cesa
nada más formularse la pregunta —Do
I dare demasiado me atreví: sale agua
de mis ojos, y los ojos cosidos y la
boca ve y ando con los oídos. Escú-
chame tú, que pasas al lado, que me rozas
por la calle, ange à moitié mort. Que me rezas.
Cesa todo cuando se pregunta, dejan
de hablar. Se van. Guardó la
mano muerta de su hija en un vaso
con agua.
                Una mosca
come en mi mano. Una lluvia de sangre
cayendo en el cerebro de Charles. Hacía
frío Fort, la noche en que murió hacía
frío, sí, lo recuerdo, llovía. Pere
Gimferrer  —contrapunto
como en el canto VII de Pound  —no mera
sucesión de pinceladas, narración
ciega, sino la vida
y la mente toda puestas en juego,
y perdidas— aquí. Pere
Gimferrer y Carnero se casaron
en octubre, y su hija
de enorme falo goteando,
colgando, muerta.
Balanceándose como un péndulo,
mortal, goteando, en lo oscuro.
Hay un falo en mi boca, dos, y otro
erecto en mi ano, otro
lo arrastran mis pies.
                                Otro
cuelga de mi cabeza y araña
al pasar las paredes y deja
un rastro, y un sonido. Pero
al morir Charles Fort dijo:
Mi hijo está desnudo, allí,
en el suelo, la llave. Y esos no son
de mi Pueblo. Oculto
donde todos me ven, sello
de la carta robada, soy una princesa.
                                                         Ven a donde huyo.
Jamás me pudieron encontrar. Dije: estaré
siempre en el bosque, perdido,
en el bosque donde nací. Llueve,
llueve sobre el sexo de una mujer. Y bajo
el sol, rodeado de muchos, tengo frío. Y dije:
                                                                      «Ese que va allí,
ese que corre, que
                              al volverme hace una mueca,
                                                                           soy yo.
                                                                      Ácido disuelto
                                                                                en agua
caída sobre el papel.»

 

 

 

 

 

De Narciso en el acorde último de las flautas, 1979
 
 
 
 
 
 
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