No queremos historia. No queremos tradición. Queremos vivir en el presente y la única historia

que tiene algún valor es la que nosotros hacemos.

Tal vez es precisamente lo que quiere, lo que cree, lo que hace Liya: buscarse la vida, porque

quizá lleva veinte años en una extraña, lúgubre ciudad en la que hay demasiadas viviendas miserables

y una de ellas es la suya.

Todo lo que hace y no hace tiene alguna proporción de oscuridad, alguna falta de sentido.

Muchos días, desde que se levanta hasta que se acuesta, no hace más que morder, masticar, tragar,

comer oscuridad, como si masticara cabello o comiera vacío.

Como si la vida fuera sólo un largo camino de cansancio hacia el cansancio, siempre llamando a la puerta

de un sordo.

Es sólo una mujer a la que no le interesa la madera negra; que escribe por detrás si le dan un papel pautado;

que tal vez habría descubierto la gravedad aún sin la manzana. Hermosa de cuerpo y de color, vivísima,

quizá le han regalado una bolsa (pequeña) llena de dios o le han dado una segunda oportunidad.

Y se larga, claro.

 

 

 


 

 

 

 

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