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I

Me acuerdo del atardecer y de tu alcoba abierta ya,

por donde ya penetraban los vecinos y los ángeles,

Y las nubes -de las tardes de noviembre- que giraban

por el suelo, que rodaban.

Los arbolitos cargados de jazmines, de palomas

y gotas de agua. Aquel repiqueteo, aquel gorjeo, en el atardecer.

Y la mañana siguiente, con angelillas muertas por todos lados,

parecidas a pájaros de papel, a bellísimas cascaras de huevo.

Tu deslumbrador fallecimiento.

II

Cuando miro hacia el pasado, sólo veo cosas desconcertantes:

azúcar, diamelas, vino blanco, vino negro, la escuela misteriosa

a la que concurrí durante cuatro años, asesinatos,

casamientos en los azahares, relaciones incestuosas.

Aquella vieja altísima, que pasó una noche por los naranjales,

con su gran batón y su rodete.

Las mariposas que, por seguirla, nos abandonaban.

III

Por el jardín las flores, las cebollitas tornasoladas.

Es la tarde de María Auxiliadora.

Y la Virgen está allá en el cielo pintada con sus pimpollitos,

su alhelí, dulcemente a la acuarela, con su niño y sus estrellas.

Y un ángel -pequeño- se hace evidente cerca de su sien,

resplandece por un instante, desaparece, vuelve a aparecer.

De pronto, se lanza hacia la tierra, cruza el bosquecillo,

entra en la casa, se asoma a los pasteles de manzana,

me mira a mí que lo miro fijamente y empiezo a llorar,

se va volando, volando, de nuevo, hasta la Virgen.

IV

Es la noche de las azucenas de diciembre.

A eso de las diez, las flores se mecen un poco.

Pasan las mariposas nocturnas con piedrecitas brillantes en el ala

y hacen besarse a las flores, enmaridarse.

Y aquello ocurre con sólo quererlo.

Basta que se lo desee para que ya sea.

Acaso sólo abandonar las manos y las trenzas.

Y así me abro a otro paisaje y a otros seres.

Dios está allí en el centro con su batón negro,

sus grandes alas y los antiguos parientes, los abuelos.

Todos devoran la enorme paz como una cena.

Yo ocupo un pequeño lugar y participo también en el quieto regocijo.

Pero, una vez mamá llegó de pronto, me tocó los hombros

y fueron tales mi miedo, mi vergüenza, que no me atrevía a levantarme,

a resucitar.

V

Anoche realicé el retorno; todo sucedió como lo preví.

El plantío de hortensias.

La Virgen -paloma de la noche- vuela que vuela, vigila que vigila.

Pero, los plantadores de hortensias, los recolectores, dormían lejos,

en sus chozas solitarias. Y mi jardín está abandonado.

Las papas han crecido tanto que ya asoman como cabezas

desde abajo de la tierra y los zapallos, de tan maduros,

estiran unos cuernos largos, dulces, sin sentido;

hay demasiada carga en los nidales, huevos grandes,

huevos pequeñitos; la magnolia parece una esclava negra

sosteniendo criaturas inmóviles, nacaradas.

Toqué apenas la puerta; adentro, me recibieron el césped,

la soledad. En el aire de las habitaciones, del jardín,

hasta han surgido ya, unos planetas diminutos, giran

casi al alcance de la mano, sus rápidos colores.

Y el abuelo está allí todavía ¿sabes? como un gran hongo,

una gran seta, suave, blanca, fija.

No me conoció.

VI

Aquel verano la uva era azul -los granos grandes, lisos, sin facetas-,

era una uva anormal, fabulosa, de terribles resplandores azules.

Andando por las veredas entre las vides se oía

de continuo crecer los granos en un rumor inaudito.

Y en el aire había siempre perfume a violetas.

Hasta las plantas que no eran de vid daban, uvas.

Llegaron mariposas desde todos los rumbos, las más absurdas,

las más extrañas; desde los cuatro rumbos,

llegaron los gallos del bosque con sus anchas alas,

sus cabezas de oro puro.

(Mi padre se atrevió a dar muerte a unos cuantos y se hizo rico).

Pero, salía uva desde todos los lados.

Hasta del ropero -antigua madera- surgió un racimo grande,

áspero, azul, que duró por siempre, como un poeta.

VII

Yo no sé, pero, veo a la langosta, en su plato de plata,

roja, delicadísima, castaña;

bajo sus costillas de arroz, viven el amor, la champaña,

las bodas futuras, los crímenes extraños,

el agua todo vive bajo su sacón de pimpollitos rojos.

VIII

A veces en el verano, llueve, sólo un poco, debajo de los árboles.

Entonces, aparecen los grandes caracoles que avanzan siempre

como si estuvieran inmóviles; pero, avanzan siempre,

estiran el cuello, todo lo miran y escudriñan.

A veces, se retraen tanto, se vuelven tanto sobre sí mismos,

que ya parecen yo-yós de nácar, tomates de cristal.

Ese ejército espumoso me da miedo y alegría.

Y mamá allí, que inmóvil vigila con sus largas alas,

sus “aigrettes”.

IX

Anoche, vi otra vez, la cómoda, la más antigua

o la de las bodas de mi abuela y la juventud de mi madre

y de sus hermanas, la de mi niño allí estaba

con su alto espejo, sus canastas de rosas de papel.

Y vino la periquilla blanca-casi una paloma – desde los árboles,

a comer arroz en mis manos.

La sentí tan bien que iba a besarla.

Pero, entonces, todo llameó y se fue.

Dios tiene sus cosas bien guardadas.

X

A esta hora las chacras se quedan solitarias;

pero, de vez en vez, sobresalen de entre las hojas, 

las cabezas negras de los ladrones.

Andando por algún camino, surgen de pronto,

los gallos salvajes y se están allí, de pie en el aire -la uña en corva,

la negra cresta llameante-, están allí de pie, escudriñando,

escuchando.

Y antiguas voces, clamores increíbles, vuelven a contar,

a anunciar sucesos ya remotos, viejas bodas, viejos funerales.

Y la luna, quieta, traicionera, en su cueva de membrillos.

 

 

 

Marosa di Giorgio

De Historial de las violetas

Los papeles salvajes, tomo I, Buenos Aires

Adriana Hidalgo Editora, 2000

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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