MISA FINAL CON DIAMEL

Señora Diamel salía a pecar. De mantón bermejo. Esa gasa dejaba sólo ver los ojos y la boca abierta.

Uno pasó y dijo:

-Señora Diamel, que sea conmigo esta vez. Que sea conmigo, de nuevo.

Haré como que no la conozco. Como si la empezara a conocer.

-No -dijo señora Diamel- hoy ya tengo presa. Está prefijada. No es usted.

Un policía la miró -conociendo los antecedentes- a ver si se desnudaba, allí en plena calle, y la tenía que

remitir.

Cerca de él ella sacó sólo los ojos. Y siguió andando. Iba desnuda bajo el capón bermejo.

El policía se imaginó todo con ella. Pero quedó fijo abajo de un árbol, tragando saliva.

No pasaban muchos, casi ninguno; vio Diamel.

Desde abajo esta señora perdía aceite hirviendo, perdía sangre, un poco, que quedaba en el piso, como

una guía, leves copos. Acudió un can, aspiró la fragancia, la miró y huyó; era hembra, sí, pero no de su raza.

No le interesó.

Señora Diamel iba sin prisa y apresurada. Como si le fuera a acontecer algo que no conocía; pero que

sabía que iba a acontecer.

Pero, ¿cómo? si ya se había visto en toda clase de acontecimientos.

Aunque fueren los mismos con distintos matices.

La noche viajaba ya hacia la tierra. Señora Diamel volvió a lo suyo. Si no, ¿qué hacía?

Sacó un seno. Lo mostró a uno que cruzaba. Este exclamó:

-Señora, yo ya lo abrí, ya lo mordí una vez, ¿no tiene

una cicatriz?

Y lo tocó, a ver si la encontraba.

Señora Diamel mostró a otro que le contestó:

-Señora Diamel, yo ahora no necesito de su blanco pico;

voy para mi cueva. Ayer me casé.

Y así.

Señora Diamel sintió la brisa helada, suavísima, que le erizaba el fino cuero, el oculto hocico en

medio de las piernas.

De pronto, levantó la cara y vio a los astros; se habían prendido en hilera y en revoltijos. Saltaban

un poco como conejas, daban hijos en polvorilla.

Exclamó:

-Ah, ya sé lo que quiero. Yo quiero ¡hijuelos! 

Eso es. Es eso sí.

Cruzó el puente, que, por dejadez, nunca cruzaba. Vio una pequeña barca de sólo una pala.

Se acordó de una remota señora Honga que a cada rato embarazaba.

Remó por el río negro erguida como la Virgen. Pero ya iba desnuda y el manto en la mano.

Llegó así a la vereda del otro lado. Estaba ya todo oscuro.

Aunque era una noche más bien diáfana.

Se acostó de costado y luego quedó de espaldas, arriba del ropón.

Quedó rígida.

Pasaron pasos.

Unos que pasaron se asustaron. Prendían una luz, decían entre los fósforos, que el viento apagaba

enseguida.

-No es de aquí, y va muerta. Murió recién. O la mataron.

Decían:

-Está sangrando.

Tomaban la ropa roja por una hemorragia. Y se iban con temor de que los comprometiesen.

Señora Diamel seguía fija, y a la espera. Hasta que en la sombra otro se hizo inminente. Clamó:

-Ah, un cadáver.

Se sacó el caperuz. Se persignó.

Pero clamó:

-Ah, una muerta! Ah! Es lo que me gusta más! ¡Ah! Sacó el sexo.

-Hacía ya mucho que no encontraba una! Me parece mentira! ¡Qué quieta! ¡Qué rica!

La tocó a ver si se movía. Y no. Estaba helada, fija.

Le agarró las manos que cayeron como ramos. Le separó los pies como dos juguetes.

Se metió en el hoyo de donde salía un poquito de sangre y un poquito de óleo.

Él, enseguida, daba gritos exagerados, ardía, gemía, llegando al colmo muchas veces.

La abrazaba, la levantaba, y ella caía hacia atrás.

Él murmuraba palabras obscenas y religiosas, entreveradas, porque se daba cuenta que estaba

actuando en dos planos, iguales y lejanos.

Al fin se retiró. Le juntó los pies. Se fue gritando, como queriendo del todo convencerse:

-¡Hinqué una muerta!! ¡Hacía ya mucho que no tenía una! ¡Qué delicia!

La irrigué bien. ¡Qué…

Y sí, la había regado muy adentro con un agua de rosas rojas muy caliente.

Se volvió a intervalos a ver si la otra se levantaba desde su cadáver. Pero, no.

Cuando del todo desapareció, señora Diamel se puso de pie; primero arrodilló. Se tocaba los ovarios,

las fontanas. Decía:

-Ahora, sí embaracé. Lo sé. Ya lo estoy sintiendo. Lo que no pude

lograr viva, lo logré de muerta. No me sucedió antes con todas mis

poses y mis movimientos, que eran muchísimos, más que los de

ninguna otra. Había que verme! Ahora ya tengo embriones, los enviones,

pues veo que son muchos y que crecen.

Se arropó. Fue hasta la niebla. Remó con un solo palo.

La luna brillaba en el cielo, y raramente no se reflejaba en las aguas.

Cuando llegó a su ciudad, la cruzó en puntillas, ajustando más y más los velos.

Sólo dejó fuera un ojo.

Llegó a su casa y entró con cautela a cuidar los huevos.

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1ª ed.

Buenos Aires – El Cuenco de Plata

2008


 

 

 

 

 

 

 

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