Masha está hermosa, está humana con esos pies tan largos que se estiran sobre la madera,

tal vez salmodiando alguna absurda historia de amor, tal vez entonando una de esas canciones

infantiles que aprendió de su madre o de la vida, o cualquiera de esos cantos que se instalan

dentro de uno antes que los genes, antes de que nuestros ojos tengan color, antes de que tengamos

forma humana.

Masha está sentada en el tablado de madera con ropa de bailarina o de pájaro, con los brazos

relajados y las manos grandes, huesuda de pies y de tobillos y de rodillas y de cabeza, con un

cuello delgado del que le sobresale la tráquea como a un gorrión.

Se puede sentir que ha encontrado el murmullo silencioso de sí misma, su cuarto de estar, sus oídos

interiores, todo el hundido paisaje de praderas y vientos bajos y arbolillos tiernos que llevamos dentro,

despacio, entre el corazón y los grillos.

Masha está como escuchando la lluvia, con esa forma delirante de sentir en círculos para que poco

a poco todo tenga sentido y esos pies tan largos se estiren todavía más sobre la madera.

 

 

 


 

 

 

 

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