La torre Eiffel es más bien corta de piernas y gruesa de sus cuatro tobillos pares.

Luego, más tarde, hacia arriba, tiene un subir esbelto y un cuello delgadísimo,

inacabable, que apunta al infinito. Es de líneas férreas pero muy femeninas, con

una estructura general de falda con simetría y una tendencia bonita a no moverse

de su sitio, abierta de patas como si en cualquier momento fuese a mear.

Viene a ser –o a parecer- una criatura alta, improvisada con cuatro hierros casuales

que alguien, tal vez el mismo Eiffel, se encontró por ahí, tirados, en la basura del

ferrocarril: los desechos en hierros largos de las vías y los rieles y los railes, la chatarra

marchosa de vagones y locomotoras. Tal vez de este miserable origen le viene a la

extraña torre su aire humilde y el aspecto de pobre, con poca ostentación, como si

fuera una joven obrera bien plantada, una digna proletaria con los brazos en jarra.

No es una cosa bonita, ni mucho menos, pero tampoco es una cosa fea: no tiene una

estética estética, sino más bien una estética absurda, de hierro crudo y del color sucio

de la realidad.

La extraña criatura está esquelética, en los huesos, atravesada en directo por todos

los vientos y siempre respirada. Como no tiene carne ni piel, qué cosas, parece más rígida,

dura, firme o austera; pero como no tiene carne ni piel, qué cosas, y está en los puros

huesos, parece más ligera, frágil e indefensa: entrando el otoño ya necesita y pide

–sin pedirlo- un abrigo, un calor.

‘Pastora oh torre Eiffel el rebaño de los puentes bala esta mañana’ –le dijo el bueno de

Apollinaire con precisión.

 

 

 

                                                                                  torre_eiffel

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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