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a study in curves, 1890

 

 

Uno supone que la modelo no tiene muchas más curvas que las muchas curvas que pueda

tener cualquier otra mujer, pero el título del cuadro invita a soñar —y a contar—, y al verla

y mirarla —ya en estado de inducción o abducción— parece que todo son curvas o que en

su pálido cuerpo serrano sólo tiene curvas.

Enseguida se plantea una duda –que es un juego- o un juego –que es una duda-: siguiendo

de curva en curva, ¿cuántos caminos pueden recorrerse en su cuerpo desde el dedo gordo

del pie izquierdo hasta el meñique de la mano izquierda?

El poeta hizo una pregunta que aquí, ahora, es oportuna: ‘¿tampoco tú quieres saber si el color

blanco es antes o es después?’

Y también añadimos, ya por preguntar: ¿podría tratarse de una mujer pintada —día a día—

exclusivamente a la hora exacta del alba, aprovechando sólo esos instantes en los que la luz

apenas cae goteando por las esquinas, en los que el día es solamente un extendido vapor

todavía incoloro? Puede ser, puede ser, porque ella no apesta a napalm.

Y ese pelo que arde como espeso fuego de zorro.

Y el ruido rojo de esas piernas blancas chapoteando en la vieja sangre de su sombra.

Definitivamente, podemos dejarla en su cama de terciopelo feo con intenso olor a rancio.

Todo gotea sin gotear, desoladamente. Y ahí sigue ella: bicolor, voluptuosa, urgente, más o menos

bonita. Como las rosas blancas del verano. Hecha de amaneceres extra.

Con todo, tal vez hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte.

 

 

 


 

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