Una cama dura obliga a pensar en el implacable paso del tiempo antes de quedarse dormido,

mano a mano con la sombra austera.

Mini, con ese muslo tan perfecto que parece prefabricado, va a acostarse en ese cubículo escaso,

en ese lecho medieval o conventual que es más bien un colchón de piedra.

Está diseñado para dificultar el descanso y el sueño y para provocar, en cambio, periódicos y

frecuentes despertares, no sólo y no tanto para mortificar el cuerpo de carne carnal, sino sobre

todo para desvelar al durmiente, Mini en este triste caso, para que no pueda abandonarse

completamente al sueño –hipnótico, maligno, privado de voluntad-, para que tenga que mantener

forzosamente un hilo de vigilancia continua, una alerta, como si estuviera de guardia bombera.

Mini experimentará el paso del tiempo real, el paso real del tiempo, que no es el del reloj,

sino el tiempo pelado de la noche, que tiene un transcurso áspero que araña la piel, y lleva consigo

una intemperie interminable que entra en el sueño como un tiempo malo y desordena con sus manos

frías los órganos y las hermosas entrañas, despeinando los dulces regazos interiores de Mini.

 

 

 


 

 

 

 

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