misa final con el novio de marta

 

 

Perra, gata o comadreja. Era el bicho casero, de cuatro patas. Andaba escondida entre los pies. Algo misterioso ya anidaba en ella; su coto individual e íntimo, era un poco más amplio de lo que se creyese.

En esos tiempos se ennovió la pequeña señora Marta. Hija de la casa. Oyó que a él, el novio, nombraban Floreal. Después de charlar un poco con padres y abuelos, aquellos dos tomaban un atajo entre los jardines y así quedaban en la oscuridad. Ahí parecían valsear un poco, junto a las varas del nardo fúnebre pero con olor nupcial. ¿Y qué era eso? ¿Eso qué era? ¿Cómo se llamaba?

Fue cuando apareció el cometa. Todas las noches se ponía allá lejos y sobre las casas. El remoto vecindario hacía una algarabía y salía al campo para verlo bien. ¿Qué presagiaba?

Todos se asustaron ¿Glorias? o ¿desdichas? El cometa le desencadenó en su animal cabeza algo como un huevo que allí ya había. El pensamiento era. Y se le extendió tal una mancha de aceite, casi sin fin.

Se dio cuenta de que entendía casi todo lo de esa casa ya, logros y tristezas; hasta se enteró de las esperanzas y los recuerdos! No podía hablar; eso no. Una tarde hizo un chasquido breve, casi una palabra. Unos se volvieron de súbito, diciendo:

-Pero, ¿quién habló? Pero, ¿qué dijo?

Hubiera querido tener un nombre, no tenía ninguno. Oía la llamaban sólo El bicho. Más lindo que el de la señora pequeña. Más que «Marta»: Quería llamarse Estrella, por la memoria de esa luz que había paseado unos días.

Con cabeza y cola igual que ella. Floreal la impresionaba hasta los huesos. Lo tenía siempre sobre la cara como si se lo hubiesen fijado allí con clavos y martillo.

Una noche siguió a los novios en ese leve paso entre las matas. Y era una temible noche ésa. Vio: La pequeña señora Marta izaba como nunca el vestido largo, de nieve gasa y echaba sobre los gajos los cendales últimos. Ardió un olor de rosas. Para luego señora Marta donarse en cruz.

Oyó un tic mágico. Un grito leve, una mariposa -de las que ella cazaba- cayó hecha pedazos, hubo una actuación posterior y no quiso ya mirar más nada.

Ensayó, y en los días siguientes, haciendo un esfuerzo postrer podía pronunciar Floreal.

Era víctima de casi una locura. Trepó a un árbol y balanceó las ramas. Todos la miraban consternados. Hizo un hoyo en el suelo. Sin motivo, se arrolló allí. La señora Marta pasaba leve e indecisa. Cintura chica. Caían hasta sus pies, y ella desde el suelo lo aspiraba, hilos de sangre roja, azul, dorada, todos los hilos de la majestad violada.

Florea! volvía. Entre los oscuros mirtos, él y señora Marta fingían el vals; luego, señora Marta, que ya era docta y mucho, abría los brazos sobre el muro. Y allí era de nuevo fijada y ultimada. 

Desde la umbría pensó y deseó: ¿No se terminará nunca la señora Marta?

Hasta que resolvió -y lo hizo- seguir a Floreal. Cuando él, una noche, se iba por el sendero y señora Marta corría hacia la casa por disimular, ella lo siguió con paso quedo; primero sin dejarse ver, aunque él parecía ir advertido de algo; luego, apareciendo. Intentó y pudo mascullar «Floreal». Él se detuvo. Prendió primero un fósforo.

Dijo:

-No puede ser.

Sacó una linterna·. La vio en el piso. Corta, oscura, cubierta de parda piel; los ojos de bicho, ansiosos, chicos. La boca que se Ie estiró de golpe. Y por la ansiedad se le puso roja, como pintada, como de mujer. Y alcanzó con ella a hacerle una morisqueta sexual, un gesto obsceno, único. Y las ubres en pares, vivas, crespas, perfumadas (por la circunstancia) tocando el suelo como seis claveles.

El quedó helado. Ella repitió el llamado, el gesto. Él, linterna en mano, clamó a sí mismo:

-¡No, no, no puedo!

No, no podría nunca! ¿Qué es esto? Esto ¿qué es?!

Y no dijo más. Huyó como pudo.

Ella cerró los ojos, pero dejó la boca abierta. No vino ni

una ráfaga. Entonces, cerró la boca. Y salió del sendero.

 

 

 

 

 

Marosa di Giorgio

Misales. Relatos eróticos – 1a ed.

Buenos Aires – El Cuenco de Plata

2005

 

 

 

 

 

 

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