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trecho inicial

 

He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios,

por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano

tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la

Humanidad como sucedáneo de Dios.

Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que

pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no

he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que

Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea

biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra

especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una

resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.

Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la

orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia.

La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida.

El corazón, si pudiese pensar, se pararía. A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino,

como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa,

ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni

sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética

de la vida.

Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano,

nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureismo sutilizado, como conviene a

nuestros nervios cerebrales.

Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes fatales,

contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos;

y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del

esfuerzo como los débiles del entretenimiento de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con

un gran escrúpulo de erudición sentida.

No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras

sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos

asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados, es que la

prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al ajeno entendimiento o mover la

ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo

de la lectura.

Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones

estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo

más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores

iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo

para convertirlo en nuestra íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán

a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde.

No es éste el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la que él

tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad.

No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para

distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadones

para distraerse, sin nada más. Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue

la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada.

Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría considerarla un

lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que

son a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen

a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y

embebo mis ojos en los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo

mientras espero.

Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el alma que

me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera,

releído un día por otros, entretenerlos también durante el pasaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran,

también estará bien.

29-3-1930

 

 

 

Nasci em um tempo em que a maioria dos jovens haviam perdido a crença em Deus, pela mesma razão

que os seus maiores a haviam tido — sem saber por quê.

E então, porque o espírito humano tende naturalmente para criticar porque sente, e não porque pensa, a

maioria desses jovens escolheu a Humanidade para sucedâneo de Deus. Pertenço, porém, aquela espécie de homens

que estão sempre na margem daquilo a que pertencem, nem vêem só a multidão de que são, senão também os

grandes espaços que há ao lado.

Por isso nem abandonei Deus tão amplamente como eles, nem aceitei nunca a Humanidade. Considerei que

Deus, sendo improvável, poderia ser; podendo pois dever ser adorado; mas que a Humanidade, sendo uma mera idéia

biológica, e não significando mais que a espécie humana, não era mais digna de adoração do que qualquer outra espécie

animal.

Este culto da Humanidade, com seus ritos de Liberdade e Igualdade, pareceu-me sempre uma revivescência

dos cultos antigos, em que animais eram como deuses, ou os deuses tinham cabeças de animais. Assim, não sabendo

crer em Deus, e não podendo crer numa soma de animais, fiquei, como outros da orla das gentes, naquela distância de tudo

a que comumente se chama a Decadência.

A Decadência é a perda total da inconsciência; porque a inconsciência é o fundamento da vida. O coração, se

pudesse pensar, pararia. A quem, como eu, assim, vivendo não sabe ter vida, que resta senão, como a meus poucos pares,

a renúncia por modo e a contemplação por destino? Não sabendo o que é a vida religiosa, nem podendo sabê-lo, porque

se não tem fé com a razão; não podendo ter fé na abstração do homem, nem sabendo mesmo que fazer dela perante nós,

ficava-nos, como motivo de ter alma a contemplação estética da vida.

E, assim, alheios à solenidade de todos os mundos, indiferentes ao divino e desprezadores do humano, entregamo-nos

futilmente à sensação sem propósito, cultivada num epicurismo, sutilizado, como convém aos nossos nervos cerebrais.

Retendo, da ciência, somente aquele seu preceito central, de que tudo é sujeito a leis fatais, contra as quais se

não reage independentemente, por que reagir é elas terem feito que reagíssemos; e verificando como esse preceito se

ajusta ao outro, mais antigo, da divina fatalidade das coisas, abdicamos do esforço como os débeis do entretenimento dos

atletas, e curvamo-no sobre o livro das sensações com um grande escrúpulo de erudição sentida.

Não tomando nada a sério, nem considerando que nos fosse dada, por certo, outra realidade que não as nossas

sensações, nelas nos abrigamos, e a elas exploramos como a grandes países desconhecidos. E, se nos empregamos

assiduamente, não só na contemplação estética, mas também na expressão dos seus modos e resultados, é que a prosa

ou o verso que escrevemos, destituídos de vontade de querer convencer o alheio entendimento ou mover a alheia vontade,

é apenas como o falar alto de quem lê, feito para dar plena objetividade ao prazer subjetivo da leitura.

Sabemos bem que toda a obra tem que ser imperfeita, e que a menos segura das nossas contemplações estéticas

será a de aquilo que escrevemos. Mas imperfeito é tudo, nem há poente tão belo que o não pudesse ser mais, ou brisa leve

que nos dê sono que não pudesse dar-nos um sono mais calmo ainda. E assim, contempladores iguais das montanhas e das

estátuas, gozando os dias como os livros, sonhando tudo, sobretudo, para o  converter na nossa íntima substância, faremos

também descrições e análises, que, uma vez feitas, passarão a ser coisas alheias, que podemos gozar como se viessem

na tarde.

Não é este o conceito dos pessimistas, como aquele de Vigny, para quem a vida é uma cadeia, onde ele tecia

palha para se distrair. Ser pessimista é tomar qualquer coisa como trágico, e essa atitude é um exagero e um incômodo.

Não temos, é certo, um conceito de valia que apliquemos à obra que produzimos. Produzimo-la, é certo, para nos distrair,

porém não como o preso que tece a palha, para se distrair do Destino, senão da menina que borda almofadas, para se

distrair, sem mais nada.

Considero a vida uma estalagem onde tenho que me demorar até que chegue a diligência do abismo. Não sei onde

ela me levará, porque não sei nada. Poderia considerar esta estalagem uma prisão, porque estou compelido a aguardar

nela; poderia considerá-la um lugar de sociáveis, porque aqui me encontro com outros. Não sou, porém, nem impaciente

nem comum.

Deixo ao que são os que se fecham no quarto, deitados moles na cama onde esperam sem sono; deixo ao que

fazem os que conversam nas salas, de onde as músicas e as vozes chegam cômodas até mim. Sento-me à porta e embebo

meus olhos e ouvidos nas cores e nos sons da paisagem, e canto lento, para mim só, vagos cantos que componho

enquanto espero. 

Para todos nós descerá a noite e chegará a diligência. Gozo a brisa que me dão e a alma que me deram para

gozála, e não interrogo mais nem procuro. Se o que deixar escrito nolivros dos viajantes puder, relido um dia por outros,

entretêlos também na passagem, será bem. Se não o lerem, nem se entretiverem, será bem também.

 

 

 

 

Fernando Pessoa

Del español: 

Libro del desasosiego 2

Título original: Livro do Desassossego

© por la introducción y la traducción: Ángel Crespo, 1984

© Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997

Segunda edición

Del portugués:

Livro do Desassossego composto por Bernardo Soares

© Selección e introducción: Leyla Perrone-Moises

© Editora Brasiliense

2ª edición

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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