El desconocido de sí mismo

Octavio Paz

Todo empieza el 8 de marzo de 1914. Pero es mejor transcribir un fragmento de una carta de Pessoa

a uno de los muchachos de Presença, Adolfo Casais Monteiro: «Por ahí de 1912 me vino la idea de escribir unos

poemas de índole pagana. Pergeñé unas cosas en verso irregular (no en el estilo de Alvaro de Campos) y luego

abandoné el intento. Con todo, en la penumbra confusa, entreví un vago retrato de la persona que estaba haciendo

aquello (había nacido, sin que yo lo supiera, Ricardo Reis). Año y medio, o dos años después, se me ocurrió tomarle

el pelo a Sá-Carneiro -inventar un poeta bucólico, un tanto complicado, y presentarlo, no me acuerdo ya en qué forma,

como si fuese un ente real. Pasé unos días en esto sin conseguir nada. Un día, cuando finalmente había desistido

-fue el 8 de marzo de 1914- me acerqué a una cómoda alta y, tomando un manojo de papeles, comencé a escribir

de pie, como escribo siempre que puedo.

Y escribí treinta y tantos poemas seguidos, en una suerte de éxtasis cuya naturaleza no podía definir.

Fue el día triunfal de mi vida y nunca tendré otro así. Empecé con un título, El guardián de rebaños. Y lo que

siguió fue la aparición de alguien en mí, al que inmediatamente llamé Alberto Caeiro. Perdóneme lo absurdo de la

frase: en mí apareció mi maestro.

Esa fue la sensación inmediata que tuve. Y tanto fue así que, apenas escritos los treinta poemas, en otro

papel escribí, también sin parar, Lluvia oblicua, de Fernando Pessoa. Inmediata y enteramente… Fue el regreso de

Fernando Pessoa-Alberto Caeiro a Fernando Pessoa a secas.

0 mejor: fue la reacción de Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro… Aparecido Caeiro,

traté luego de descubrirle, inconsciente e instintivamente, unos discípulos. Arranqué de su falso paganismo al Ricardo

Reis latente, le descubrí un nombre y lo ajusté a sí mismo, porque a esas alturas ya lo veía. Y de pronto, derivación

opuesta de Reís, surgió impetuosamente otro individuo. De un trazo, sin interrupción ni enmienda, brotó la Oda triunfal,

de Alvaro de Campos.

La oda con ese nombre y el hombre con el nombre que tiene». No sé qué podría agregarse a esta confesión.

La psicología nos ofrece varias explicaciones. El mismo Pessoa, que se interesó en su caso, propone dos o tres.

Una crudamente patológica: «probablemente soy un histérico-neurasténico… y esto explica, bien o mal, el origen orgánico

de los heterónimos». Yo no diría «bien o mal» sino poco.

El defecto de estas hipótesis no consiste en que sean falsas: son incompletas. Un neurótico es un poseído;

el que domina sus trastornos: ¿es un enfermo? El neurótico padece sus obsesiones; el creador es su dueño y las

transforma. Pessoa cuenta que desde niño vivía entre personajes imaginarios. («No sé, por supuesto, si ellos son los

que no existen o si soy yo el inexistente: en estos casos no debemos ser dogmáticos.») Los heterónimos están rodeados

de una masa fluida de semiseres: el barón de Teive: Jean Seul, periodista satírico francés; Bernardo Soares,

fantasma del fantasmal Vicente Guedes; Pacheco, mala copia de Campos… No todos son escritores: hay un Mr. Cross,

infatigable participante en los concursos de charadas y crucigramas de las revistas inglesas (medio infalible, creía

Pessoa, para salir de pobre), Alexander Search y otros.

Todo esto -como su soledad, su alcoholismo discreto y tantas otras cosas- nos da luces sobre su carácter

pero no nos explica sus poemas, que es lo único que en verdad nos importa. Lo mismo sucede con la hipótesis «ocultista»,

a la que Pessoa, demasiado analítico, no acude abiertamente pero que no deja de evocar. Sabido es que los espíritus

que guían la pluma de los mediums, inclusive si son los de Eurípides o Víctor Hugo, revelan una desconcertante torpeza

literaria. Otros aventuran que se trata de una «mistificación». El error es doblemente grosero: ni Pessoa es un mentiroso

ni su obra es una superchería.

Hay algo terriblemente soez en la mente moderna; la gente, que tolera toda suerte de mentiras indignas en la vida

real, y toda suerte de realidades indignas, no soporta la existencia de la fábula. Y eso es la obra de Pessoa: una fábula, una

ficción. Olvidar que Caeiro, Reis y Campos son creaciones poéticas, es olvidar demasiado. Como toda creación, esos poetas

nacieron de un juego. El arte es un juego -y otras cosas. Pero sin juego no hay arte. La autenticidad de los heterónimos

depende de su coherencia poética, de su verosimilitud. Fueron creaciones necesarias, pues de otro modo Pessoa no habría

consagrado su vida a vivirlos y crearlos; lo que cuenta ahora no es que hayan sido necesarios para su autor sino si lo son

también para nosotros. Pessoa, su primer lector, no dudó de su realidad.

Reis y Campos dijeron lo que quizá él nunca habría dicho. Al contradecirlo, lo expresaron; al expresarlo, lo obligaron

a inventarse. Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno o en otro caso, nos buscamos a

nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos -señal de creación- descubriremos que somos un desconocido.

Siempre el otro, siempre él, inseparable, ajeno, con tu cara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo.

Los heterónimos no son antifaces literarios: «Lo que escribe Fernando Pessoa pertenece a dos categorías de

obras, que podríamos llamar ortónimas y heterónimas. No se puede decir que son anónimas o pseudónimas porque de

veras no lo son. La obra pseudónima es del autor en su persona, salvo que firma con otro nombre; la heterónima es del autor

fuera de su persona … » Gérard de Nerval es el pseudónimo de Gérard Labrunie: la misma persona y la misma obra;

Caeiro es un heterónimo de Pessoa: imposible confundirlos. Más próximo, el caso de Antonio Machado es también diferente.

Abel Martín y Juan de Mairena no son enteramente el poeta Antonio Machado. Son máscaras, pero máscaras transparentes: 

un texto de Machado no es distinto a uno de Mairena. Además, Machado no está poseído por sus ficciones, no son criaturas

que lo habitan, lo contradicen o lo niegan. En cambio, Caeiro, Reis y Campos son los héroes de una novela que nunca

escribió Pessoa. «Soy un poeta dramático», confía en una carta a J. G. Simôes. Sin embargo, la relación entre Pessoa

y sus heterónimos no es idéntica a la del dramaturgo o el novelista con sus personajes.

No es un inventor de personajes-poetas sino un creador de obras-de-poetas. La diferencia es capital. Como

dice Casais Monteiro: «Inventó las biografías para las obras y no las obras para las biografías.» Esas obras -y los poemas

de Pessoa, escritos frente, por y contra ellas- son su obra poética. El mismo se convierte en una de las obras de su obra.

Y ni siquiera tiene el privilegio de ser el crítico de esa coterie: Reis y Campos lo tratan con cierta condescendencia; el barón

de Teive no siempre lo saluda; Vicente Guedes, el archivista, se le asemeja tanto que cuando lo encuentra, en una fonda

de barrio, siente un poco de piedad por sí mismo.

Es el encantador hechizado, tan totalmente poseído por sus fantasmagorías que se siente mirado por ellas, acaso

despreciado, acaso compadecído. Nuestras creaciones nos juzgan. Alberto Caeiro es mi maestro. Esta afirmación es la piedra

de toque de toda su obra. Y podría agregarse que la obra de Caeiro es la única afirmación que hizo Pessoa. Caeiro es el sol

y en torno suyo giran Reis, Campos y el mismo Pessoa.

En todos ellos hay partículas de negación o de irrealidad: Reis cree en la forma, Campos en la sensación, Pessoa

en los símbolos. Caeiro no cree en nada: existe. El sol es la vida henchida de sí; el sol no mira porque todos sus rayos son

miradas convertidas en calor y luz; el sol no tiene conciencia de sí porque en él pensar y ser son uno y lo mismo. Caeiro es

todo lo que no es Pessoa y, además, todo lo que no puede ser ningún poeta moderno: el hombre reconciliado con la naturaleza.

Antes del cristianismo, sí, pero también antes del trabajo y de la historia. Antes de la conciencia. Caeiro niega, por el mero

hecho de existir, no solamente la estética simbolista de Pessoa sino todas las estéticas, todos los valores, todas las ideas.

¿No queda nada? Queda todo, limpio ya de los fantasmas y telarañas de la cultura. El mundo existe porque me lo

dicen mis sentidos; y al decírmelo, me dicen que yo también existo. Sí, moriré y morirá el mundo, pero morir es vivir. La

afirmación de Caeiro anula la muerte; al suprimir a la conciencia, suprime a la nada. No afirma que todo es, pues eso sería

afirmar una idea; dice que todo existe.

Y aún más: dice que sólo es lo que existe. El resto son ilusiones. Campos se encarga de poner el punto sobre la i:

«Mi maestro Caeiro no era pagano; era el paganismo.» Yo diría: una idea del paganismo. Caeiro apenas si frecuentó las

escuelas. Al enterarse de que lo llamaban «poeta materialista» quiso saber en qué consistía esa doctrina. Al oír la explicación

de Campos, no ocultó su asombro: «¡Es una idea de curas sin religión! ¿Dice usted que dicen que el espacio es infinito?

¿En qué espacio han visto eso?» Ante la estupefacción de su discípulo, Caeiro sostuvo que el espacio es finito: «Lo que no

tiene límites no existe … » El otro replicó: «¿Y los números? Después del 34 viene el 35 y luego el 36 y así sucesivamente… »

Caeiro se le quedó viendo con piedad: « iPero ésos son sólo números!» y continuó, com uma formidável infância: «¿Acaso

hay un número 34 en la realidad? »

Otra anécdota: le preguntaron: « ¿Está contento consigo mismo?» Y respondió: «No, estoy contento.» Caeiro no es un

filósofo: es un sabio. Los pensadores tienen ideas; para el sabio vivir y pensar no son actos separados. Por  eso es imposible

exponer las ideas de Sócrates o Laotsé.

No dejaron doctrinas sino un puñado de anécdotas, enigmas y poemas. Chuangtsé, más fiel que Platón, no

pretende comunicarnos una filosofía sino contarnos unas historietas: la filosofía es inseparable del cuento, es el cuento.

La doctrina del filósofo incita a la refutación; la vida del sabio es irrefutable. Ningún sabio ha proclamado que la verdad se

aprende; lo que han dicho todos, o casi todos, es que lo único que vale la pena de vivirse es la experiencia de la verdad.

La debilidad de Caeiro no reside en sus ideas (más bien ésa es su fuerza); consiste en la irrealidad de la experiencia que dice

encarnar. Adán en una quinta de la provincia portuguesa, sin mujer, sin hijos y sin creador: sin conciencia, sin trabajo y sin religión.

Una sensación entre las sensaciones, un existir entre las existencias. La piedra es piedra y Caeiro es Caeiro, en este

instante. Después, cada uno será otra cosa. 0 la misma cosa. Es igual o es distinto: todo es igual por ser todo diferente.

Nombrar es ser. La palabra con que nombra a la piedra no es la piedra pero tiene la misma realidad de la piedra. Caeiro no

se propone nombrar a los seres y por eso nunca nos dice si la piedra es una ágata o un guijarrro, si el árbol es un pino o

una encina. Tampoco pretende establecer relaciones entre las cosas; la palabra como no figura en su vocabulario: cada cosa

está sumergida en su propia realidad.

Si Caeiro habla es porque el hombre es un animal de palabras, como el pájaro es un animal alado. El hombre habla

como el río corre o la lluvia cae. El poeta inocente no necesita nombrar las cosas; sus palabras son árboles, nubes, arañas,

lagartijas. No esas arañas que veo sino éstas que digo. Caeiro se asombra ante la idea de que la realidad es inasible: ahí está,

frente a nosotros, basta tocarla. Basta hablar.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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