La lluvia

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La lluvia, en el patio donde la miro caer, cae con apariencias muy diversas. En el centro, forma una delgada cortina (o red) discontinua,

de una caída implacable pero relativamente lenta de gotas probablemente bastante livianas, una precipitación sempiterna, sin vigor,

una fracción intensa de meteoro puro. A poca distancia de los muros a izquierda y derecha, caen ruidosamente gotas más pesadas, individuadas.

Aquí parecen tener el grosor de un grano de trigo, allí el de un guisante, más allá el de una cuenta.

Sobre los listeles, sobre las balaustradas de la ventana corre la lluvia horizontal mientras que sobre la faz interior de estos mismos obstáculos

queda suspendida como caramelos de forma convexa. Según la superficie toda del pequeño techo de zinc que domina la mirada,

corre en pequeños arroyitos de colores cambiantes a causa de las tan variadas corrientes que se desprenden de las imperceptibles ondulaciones

y resaltos del techo. Desde el canalón adyacente en el cual se desliza contenida en un cauce hueco sin mayor pendiente,

cae súbitamente como un hilo perfectamente vertical, trenzado bastante groseramente, hasta chocarse con el suelo donde resurge

bajo la forma de brillantes agujas.

Cada una de estas formas tiene un apariencia particular, y a cada una responde un ruido particular. El todo vive con una intensidad

como si se tratara de un complicado mecanismo, tan preciso como azaroso, como el de un reloj cuya cuerda es el peso de una determinada

masa de vapor en precipitación.

El timbre al tocar el suelo los hilos verticales, el gluglú de las goteras, los minúsculos toques de gong se multiplican y resuenan

a la vez en un concierto sin monotonía, no sin delicadeza.

Cuando se le acaba la cuerda, algunos engranajes continúan funcionando por un tiempo, se vuelven cada vez más lentos y luego

toda la maquinaria se detiene. Entonces, si el sol reaparece, todo se borra rápidamente, el aparato brillante se evapora: ha llovido.


 

La pluie

La pluie, dans la cour où je la regarde tomber, descend à des allures très diverses. Au centre c’est un fin rideau (ou réseau) discontinu,

une chute implacable mais relativement lente de gouttes probablement assez légères, une précipitation sempiternelle sans vigueur,

une fraction intense du météore pur. A peu de distance des murs de droite et de gauche tombent avec plus de bruit des gouttes plus lourdes, individuées.

Ici elles semblent de la grosseur d’un grain de blé, là d’un pois, ailleurs presque d’une bille.

Sur des tringles, sur les accoudoirs de la fenêtre la pluie court horizontalement tandis que sur la face inférieure des mêmes obstacles

elle se suspend en berlingots convexes. Selon la surface entière d’un petit toit de zinc que le regard surplombe

elle ruisselle en nappe très mince, moirée à cause de courants très variés par les imperceptibles ondulations

et bosses de la couverture. De la gouttière attenante où elle coule avec la contention d’un ruisseau creux sans grande pente,

elle choit tout à coup en un filet parfaitement vertical, assez grossièrement tréssé, jusqu’au sol où elle se brise

et rejaillit en aiguillettes brillantes.

Chacune de ses formes a une allure particulière: il y répond un bruit particulier. Le tout vit avec intensité

comme un mécanisme compliqué, aussi précis que hasardeux, comme une horlogerie dont le ressort est la pesanteur d’une masse donnée

de vapeur en précipitation.

La sonnerie au sol des filets verticaux, le glou-glou des gouttières, les minuscules coups de gong se multiplient et résonnent

à la fois en un concert sans monotonie, non sans délicatesse.

Lorsque le ressort s’est détendu, certains rouages quelque temps continuent à fonctionner, de plus en plus ralentis,

puis toute la machinerie s’arrête. Alors si le soleil reparaît tout s’efface bientôt, le brillant appareil s’évapore : il a plu.

 

 

 

Francis Ponge

La lluvia

Le Parti pris des choses

Versión de Florence Baranger-Bedel

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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