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el andamio

Te he dicho innumerables veces que nosotros no

somos únicos

ni mucho menos,

por diversas razones, entre otras

porque nunca quisimos disfrazarnos de amantes,

y además no tenemos esos ojos que se asemejan a una

pantalla,

en la cual

todos cuantos se miran sienten su conversión;

quiero decir,

que por el hecho de mirarnos

se convierten sin más ni más en televidentes,

y empiezan a vivir,

paralíticos y necrosándose,

en la televisión de la mirada.

No es eso, por supuesto,

y nadie va a pedirnos cuentas de nuestra alegre podredumbre,

ya que no nos ha sido necesario llevar un tren en el bolsillo,

ni queremos que todas las semanas llegue la primavera,

ni hemos juzgado a nadie,

y cuando hablamos con amigos nunca estamos inquietos

como anguilas escurridizas

esperando la menor ocasión para hacer la del humo.

Muchas cosas nos hacen diferentes,

es cierto,

pero no somos únicos

ni nos hemos sentido culpables,

ni siquiera llevamos una escafandra sobre el sexo

para hacer el amor sin ahogos;

y por si todos estos razonamientos fueran inútiles,

que lo son,

puesto que hay que contar con la inutilidad de casi todo lo

que hacemos,

fuerza es reconocer

que no tenemos lepra ministerial,

ni hemos sido tan ordenados

que pudiéramos anunciar nuestra defunción en la tarjeta de

visita,

ni llevamos una hormiga en la lengua que nos haga reír a la

hora justa.

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Y tú sabes que en esto estriba nuestra suerte,

nuestra corriente alterna,

ya que somos mortales y vivimos la limosna diaria

y contamos los años por latidos y somos

laminaciones de estupor,

ceniza indivisible y volandera

pero ¡qué importa esto!

qué nos importa lo que pueda venir si la mentira es una

prórroga,

y nosotros no queremos mentir,

no nos queremos prorrogar,

no lo necesitamos para ser contumaces como dos seres que

se aman,

como dos tartamudos que se apoyan para encontrar su

identificación en una sola sílaba,

en una sola huella

o en una sola lágrima

que se va desplazando entre nosotros hasta que se convierte

en una lágrima dialogada,

mientras se juntan nuestros labios

con esa lenta espontaneidad con que se van uniendo los

bordes de una herida,

y nuestros corazones suben una vez más,

con esfuerzo testarudo y discípulo,

un amor

o un andamio,

un andamio de huesos que nos lleva a esa altura donde la

mesa se hace pan

y todo queda vinculado,

mientras sigues subiendo como puedes,

un amor compartido

o un andamio,

ese andamio de juntura y perdón en que consiste la alegría.

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Luis Rosales

El andamio

Antología personal

Visor Libros

Madrid 2010

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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