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rodrigo olay

 

pavía

 

 

 

Os juro que lo he visto.

Hace un instante.

Arrastrando mis pensamientos y

con ello todo. Un niño,

era un niño en los brazos de su madre,

sobre el puente que salta, en las afueras

de Pavía, el andén lento a Milán

y sus trenes oscuros

y los vidrios y ortigas

y el pasamanos rojo por el óxido

y las baldosas rotas.

Solo un niño y su madre.

Me he quedado mirándolos.

Y he perdido de vista

los tres meses a solas, el verano que escapa

apagando la sangre,

salpicándome viento

desde las piernas de las estudiantes

que corren hacia el frío en bicicleta.

Allí estaban. Los he visto. Abrazados.

Los dos mirando atardecer. Los dos.

Sus ropas eran viejas, pero a ella

todavía le había dejado de importar,

y además de ser joven, volvía a parecerlo.

Todo lo merecía ese momento.

Cómo el niño empujaba con su dedo

el sol hacia ya dónde

y miraba a su madre y luego al sol

y las ascuas del día se apagaban

solo del otro lado.

Os juro que lo he visto, aunque la noche

lo niegue para siempre desde ahora.

Dime qué es la belleza. Di. Decidme.

 

 

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