balconcillos 7

 

 

Escúchalos aquí recitados por Tomás Galindo

 

Aunque estés obsesionado con ángeles o máquinas, posiblemente tu deseo final sea el amor:
la mano busca el centro queriendo y no queriendo llegar. La mano cuenta a oscuras los dedos de otra mano.
Sólo una finísima línea (roja) señala la diferencia entre pescar y hacer el imbécil a la orilla del río: tal vez,
en alguna medida, suceda algo parecido con el amor.
El hombre, ese monótono universo que oscila sobre el vacío colgando solamente de un hilo de araña,
y quiere remediar el desgaste levantando tumbas. Por fortuna vivimos en un mundo en el que hay
grullas y caballos, cabras expertas en riscos y marsopas negras: no todo está perdido.
Casi todo lo importante es otra cosa, algo que se va imponiendo en diagonal o desde el reverso de lo
que sucede: justamente eso que te aguarda para ser o para no ser, quién sabe, eso que te estaba esperando
para despertar y ponerse en marcha y comenzar a vivir. Quizá un ángel social o un lejano caracol que huyó
del pecho rojo o una de esas dulces rosas rojas descoloridas sin morir.
Porque, tal vez con demasiada frecuencia, todo está oscuro en el interior, y probablemente haya arañas
y nada, nada que desees de verdad. Te compras un bolso, y el baile es agradable, y lees un libro, y te mantienes
ocupada, y llega otra vez la primavera. Pero todo está oscuro en el interior y hay muchos peldaños hacia abajo.
El perro ha muerto, pero esta vez no comprarás otro. Está oscuro ahí dentro.
Dylan te dice, nos dice: deja que salten las burbujas, corre, baila sobre las fuentes y zambúllete en el tiempo.
Te dice que la semilla que se asoma al borde de la tumba tiene una casa y una voz. Te dice que el sufrimiento
abre el principio sin fin de los prodigios. ¿Escucharemos al pobre Dylan, que murió alcoholizado y honesto?
Los más optimistas nos dicen que siempre podremos estar en un día que no es ni ayer ni mañana, escuchando
a lo lejos un leve deslizarse de remos en el agua: eso vendría a ser, afirman, la felicidad (¿?), que peina su pelo
como se lo peinan a los muertos y, aunque conoce las palabras, sólo se sonríe. También nos cuentan la historia de
un hombre que pintó la felicidad durante cuarenta años, una y otra vez: era su mujer, a la que siempre vio joven
-trémula y muy deseable-. Cuando ella murió, él pintó un poco más, unos cuantos paisajes, y también murió. Bien,
bueno, por lo menos el pintor nos dio una referencia, una actitud, hizo una apuesta, y es que son tantas las vidas
llenas de asuntos sin atractivo, de anécdotas recalentadas, de existencias sin riesgo que se reducen a pasar el tiempo
en el apestoso bar de mayer, donde comen a precio fijo. Son tantas las vidas deliberadamente malgastadas entre
tantas vidas deliberadamente malgastadas. Un asunto apresurado que no han tenido tiempo de hacer a la medida,
ese equilibrio de columpio descompuesto en la altura, en pretérito imperfecto, y todo lo que hacen nos parece prefabricado,
un desperdicio, esa inercia hacia la indignidad, un desmoronamiento sin orillas.
No llenes, pues, el foso de cocodrilos, no lo hagas. Sólo bucea: afina, discierne y clava el arpón en tu presa porque
ya no eres joven. Wislawa nos dice que, sobre su cabeza, una mariposa blanca aletea en el aire con unas alas que son
solamente suyas. Mmmm. Me temo que si la mariposa blanca fuera la dueña de sus blancas alas, no sería ya una
mariposa, sino algo parecido a esa oscuridad larguísima del túnel de un tren, por ejemplo. Capaz de escuchar una voz
cansada en las cartas de antígona desde el desierto griego, por ejemplo. Algo capaz de disparar el amor en medio de
tanto asesinato y tanto caos, por ejemplo. Tal vez una vaca loca y enamorada que no fuese un ángel, por ejemplo. Quiero
decir que la mariposa blanca, si fuese cabalmente dueña de sus alas blancas, tendría alma, un alma, o algo similar
a un alma. Y no podría seguir siendo sólo una mariposa. En el jardín, el viento golpea las lilas maduras. Claro que, por otra
parte, el gato blanco bizco rabón, sin dientes y tullido, de bukowski, sobrevivió al segundo atropello, salió adelante…
¿por qué, para qué, con qué fuerza… ? ¿no parece haber, en la obstinación, en tanta perseverancia del gato blanco, algo
emparentado con el amor o con el alma? Mmmm.
Giannuzzi, siempre atento, siempre alerta, siempre vigilante, nos dice que al caer la noche, la materia -excesiva
y comediante- suelta a sus hijos: las cosas sometidas se dispersan con una especie de emocionada autonomía y se
disputan el campo de las apariencias. Mmmm. Sin duda, giannuzzi es un excelente guardián del lado frágil: nunca
pasa por encima de lo obvio, nunca da nada por supuesto: insiste, insiste una y otra vez. Ay, giannuzzi.
No nos regalarán una bolsa llena de dios y, seguramente, tampoco nos darán una segunda oportunidad: no nos
rescatarán de la fosa para pegarnos con cola y, así, disponer de la opción de rectificar, corregir, concluir, deshacer,
desmentir. Desengáñate: nadie recogerá tus pedazos de la tumba para recomponerlos con pegamento. Te quedarás
bajo tierra, tal vez cantando desde la sombra a las sombras, asombrado de tu propio silencio, hasta deshacerte
desnudo en la mismísima entrada del tiempo y allí tragarás noche, una noche inmensa en el sigilo de los pasos perdidos.
Al menos, eso es lo que nos dicen los poetas.
¿Acaso alguien nos arrullará con cuentos de álamos nevados, en un lugar tal vez parecido a una estación de trenes,
ya dentro de la música? ¿seremos más bien un caballo azuzado por el fuego en las arenas de un país extranjero, o un
tren salido de los rieles, contorsionado y distorsionado, fuera de la música? ¿estaremos abrazados al suelo, diciendo
un nombre, si es que la muerte fuese repetir un nombre sin cesar, sin cesar? Mmmm.
Asómate a los balconcillos para ver las tres ventanas verdes, y los árboles -agitados y sensuales, tan gruesos como
santos-, y las hojas limpias e inocentes -que nunca conocieron un sótano, nacidas de su propia sangre verde-, y los
mares elegantes, sí, también los mares elegantes: es un tiempo de agua, un tiempo de árboles. ¿Sabes prestar atención?
¿sabes cómo caer sobre la yerba, cómo arrodillarte en la yerba, cómo ser bendito y perezoso, cómo andar por el campo?
Y ese olor fresco y húmedo, a ropa comprada en el puerto, a cuerda y alambre. Huele a parece que fue ayer y a los
telegramas de esos lugares que, sin duda, nunca conoceremos. Sin nostalgia, pero es curioso, y triste, bien triste, muy
triste.

 

 

 

 


 

 

 

 

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