Guía irracional de España

El español y la peseta


Francisco Umbral

11/08/1986

El País


El español no relaciona el dinero con el trabajo, como algunas tribus no relacionan la  fornicación con la fecundación.

El «milagro alemán» no era otra cosa que trabajo, pero el trabajo, a los españoles, siempre nos parece un milagro.

El dinero mismo es un irracionalismo entre abstracto y fenicio.

El dinero de la literatura es la única ratificación cierta de que a uno lo aceptan.

La mendicidad, el sablazo y el carterismo, las tres grandes magias fiduciarias de los españoles para comunicarse entre sí.


El español ha sido educado en la idea de que el dinero no es consecuencia del esfuerzo (puritanismo),

sino del azar alocado de la vida (catolicismo inconsecuente).

Claro que este catolicismo no es tan inconsecuente si consideramos que, despojando al dinero de

su cualidad férrea y autoengendrativa, se suprime nada menos que la lucha de clases. Cuando todo es

azaroso, nadie es culpable. De modo que el español viene acostumbrado a considerar la peseta como

una margarita monetaria que florece o no florece en su maceta hogareña.

El dinero que más ama el español es el dinero fortuito (lotería, herencias, etc.), porque siente que la

fortuidad es lo intrínseco del dinero. Esta manera irracional de considerar la peseta ha llevado al español,

naturalmente, a no tener nunca una peseta. La peseta sigue siendo mágica y silvestre para nosotros. El

español va a una oficina, a un ministerio, a un banco, a un andamio, porque a algún sitio hay que ir por

las mañanas, pero el español tiene absolutamente disociadas las ideas de dinero y trabajo, como algunas

tribus aún no han asociado las ideas de fornicación y fecundación.

El trabajo es una cosa para quedar bien en casa. El dinero, si viene, viene siempre por otros caminos,

desde los muy racionales/irracionales de la herencia, hasta los muy cotidianos del bingo.

Este providencialismo nacional está favorecido, naturalmente, por la idea azarosa y resignada del poder

y la suerte que se difunde desde la Iglesia y desde el Poder mismo. Lo último que se le puede decir a un

español medio es que trabajando se gana dinero. El trabajo es la subsistencia. El dinero es un viento mágico

y dorado, un huracán de pesetas que sopla o no sopla. Nada que ver con la vida y la profesión de uno. De

aquí sale que el español no sea un tipo avariento, como el francés, por ejemplo (y siempre generalizando, ay).

El español derrocha alegremente su dinero, -vive al día (nadie ahorra, aquí, pese a los Días Mundiales

del Ahorro), porque considera que ese dinero pequeño del sueldo, esa calderilla, no es su dinero, el gran

dinero que espera alguna vez en la vida. País de emigrantes, la tradición del tío de América también ha

contribuido a la inercia subconsciente de que el gran dinero viene siempre de lo desconocido. Las loterías,

primitivas o no, las quinielas y otras formas de jugar con la Fortuna, como el bingo (ahora, por fin, en decadencia),

son, no sólo maquinarias del Estado para recaudar impuestos voluntarios, sino maquinarias ideológicas para

desvincular el dinero de la justicia o la injusticia.

La peseta florece donde quiere, como las margaritas y las amapolas. Sólo hay que esperar a que florezca

en nuestro jardín o nuestro patio vecinal. Así como el español es, en general, un irracionalista del dinero (esa

gran írracionalidad, esa abstracción), el español, cuando se le insinúa el dinero más irracional del mundo, el de

la ruleta, se vuelve racionalista y quiere reducir el azar a fórmula.

No se trata, naturalmente, sino de la alternativa compensatoria de lo otro. He frecuentado algunos casinos

españoles, he inaugurado varios, y diría que ningún español va al casino alegremente, como un millonario de

Montecarlo, sino que todo el mundo lleva su fórmula en el bolsillo, su combinación secreta para ganar. El afán

de racionalizar el azar es otra forma del irracionalismo nacional respecto del dinero. Somos el país que, durante

la postguerra mundial, más se asombró del «milagro alemán». Y el milagro alemán no tenía otro nombre verdadero

que el muy humilde de trabajo.

Pero el trabajo, a los españoles, siempre nos parece un milagro. Claro que el irracionalismo nacional,

como todo irracionalismo, es intuitivo y adivinatorio. Si no, sería mera locura. Quiere decirse que el dinero, en

efecto, nace de una magia, de un concepto entre abstracto y fenicio. Antes había existido la permuta. Se

cambia cosa por cosa. Incluso hubo un tiempo, entre las tribus primitivas, en que los consumidores de sal

se llevaban de sal lo que dejaban en doncellas. Y esto subrepticiamente. Las tribus transadoras no llegaban

a encontrarse nunca. La reducción de las cosas a metáfora se explica sólo por una magia: la magia del oro y

de los metales en general. Aquí, el proceso empieza a ser irracionalista.

El hombre, contra lo que suele escribirse, no ha avanzado desde la irracionalidad a la lógica. Por el

contrario, el hombre/mono pensamos que empezó siendo lógico, como todos los animales, que jamás hacen

un movimiento superfluo. La marcha de la humanidad es una larga marcha hacia el irracionalismo, hacia el

metaforismo, la alegría, la síntesis y la dispersión al mismo tiempo.

La irracionalidad es nuestra marca. La marca de las bestias es el sentido común. Las bestias no han

inventado el amor ni la moneda. Como dijo el poeta, «fornican directamente». 

El dinero, pues, es un irracionalismo asumido ya por la razón, integrado. Los españoles nos hemos

quedado rezagados en este proceso y seguimos considerando mágico el dinero, como lo era en un principio,

por simbólico: el oro que contenía, el príncipe que exhibía. La mejor prueba de que el dinero era un concepto

es que hoy se ha convertido en papel y sigue funcionando igual que el oro.

De este origen mágico del dinero (aparte nuestro magicismo de tribu) nos viene a los nacionales la idea

de que las pesetas se le aparecen o no se le aparecen a uno en la vida. Y estas apariciones no pueden

forzarse, como tampoco las de la Virgen. Paciencia y barajar, España es grande, que dijo el poeta.

Tenemos, pues, irracionalismo originario del dinero más irracionalismo histórico de este pueblo. El

resultado da doña Manolita, e incluso la hermana de doña Manolita, que forman grandes colas en la Gran

Vía madrileña, por navidades, para conseguir un décimo. Como el escritor es muy rara criatura, si a uno le

tocase la lotería, le arruinaría la carrera. No hay que jugar nunca.

El dinero de la literatura es la única ratificación cierta (ni premios, ni críticos, ni coñas) de que a uno

lo aceptan. A los escritores millonarios, a los escritores de domingo, a los escritores con primera o

segunda profesión, se les nota en seguida que son de Aduanas, por muy bien que lo hagan. Prefiero

un mediocre enteramente profesional a un virtuoso aficionado. Pero el resto de los españoles funcionan

al contrario, claro. Para ellos, el dinero ideal es el dinero casual, mágico, lotario, obtenido sin esfuerzo.

El dinero como consecuencia del trabajo no tiene gracia para el español medio.

El español medio se enorgullece de que le haya tocado la lotería como si, efectivamente, una musa

misteriosa se hubiera fijado en él por guapo. Ríen ampliamente, en los periódicos, los aficionados con

la lotería del Niño. El empresario que muestra su empresa en un reportaje, y que empezó de la nada,

suele tener el gesto ceñudo del hombre de lucha. No le ha tocado en el hombro ninguna musa. Y aquí

está el ápice del irracionalismo nacional respecto de la peseta: nos enorgullece más el dinero gratuito

que el dinero ganado con esfuerzo y en justicia. Así es difícil que un país rinda, claro. Si los políticos tuviesen

más imaginación, o un poco de imaginación, empezarían por desembrujar el dinero, por persuadir a los

españoles de que hay una vieja fórmula artesanal para ganar dinero: trabajar.

Al contrario de eso, los Gobiernos, para recaudar más, favorecen toda clase de loterías y casinos,

fomentan el irracionalismo del dinero, aunque ideológicamente vengan ellos de doctrinas muy racionales.

El español y la peseta. La peseta, ya digo, es la margarita fiduciaria que florece donde y cuando quiere.

Uno, como escritor, se aferra al lema de los viejos maestros, «un duro y quietos», que es una forma de

meditación trascendental sobre el dinero, la más trascendental de todas. El español medio también suele

seguir este lema, sin conocerlo. Las niñas mendigas, entregitanas, a quienes periódicamente doy dinero

por conservar su falsa amistad de niñas (falsía que las hace viejas, ay), me dicen que se tienen marcado

un tope diario en la mendicidad, 500 o 1.000 pesetas, y que, una vez cubierto, ya no piden más y viven

su vida. La vieja tradición nacional del sablazo es otra forma de relación mágica entre dos hombres, que

no debiera perderse. La mendicidad, el sable y el carterismo son las tres grandes maneras de relación

fiduciaria con el prójimo, tan mágicas para el dañado como para el beneficiado.

Todavía, hasta hace poco, había en el Rastro un bar donde, teniendo un conocido y explicando cómo

y en qué sitio le habían robado a uno la cartera, el conocido pegaba una voz, gritaba un nombre y el

carterista aparecía devolviendo el robo y pidiendo disculpas. Son gente fina.


 

 

 

 

 

 

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