poéticas y contrapoéticas
los nuevos márgenes estéticos en la poesía española reciente
alberto santamaría
[En VV.AA.: Aciertos de metáfora.
Materiales de arte y estética.
Luso Española de ediciones,
2008, pp. 107-173]
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La horizontalidad (o movimiento hacia) como relación del yo con las cosas, tiene que ver con una inversión (o tal vez con pleno cumplimiento) del lejano postulado juanramoniano de Eternidades (1918):
«Intelijencia, dame
el nombre exacto de las cosas»
o
«los ojos se me cuelgan, tristes
de las cosas»
Hay una fusión a través de la palabra poética entre el sujeto y la realidad circundante.
Ahora bien, en Juan Ramón es la pura inteligencia, un acto del entendimiento únicamente quien parece tener el poder de filtrar esa relación con la mismidad de las cosas; en cambio, en Reche hay una intersección elemental basada no en la simple inteligencia, sino en la sensibilidad. De alguna manera ese ansia de eternidad está presente en Reche, pero mediante un yo que va trasmutando, y donde la identidad es una pluralidad:
«piel que no se duerme
ni cuando duermo yo»
Es evidente que esa pluralidad se observa en la misma entraña y arquitectura del texto poético donde se conjuga lo trascendente con balones de nivea o pancartas de meta, por ejemplo, todo ello con una sensualidad, ironía («¡Ah el tema del cuerpo!») y procesamiento poético de gran interés.
Lo nuevo se enreda así en el archivo.
Releyendo y “utilizando” apropiacionistamente a Gilles Deleuze observamos que lo que se da en esta poesía es «la simultaneidad de un devenir cuya propiedad es esquivar el presente.
En la medida en que esquiva el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después, entre el pasado y el futuro. Pertenece a la esencia del devenir avanzar, tirar en los dos sentidos a la vez». Es esta tensión sobre el presente, sin nostalgias de absolutos, sin presiones trascendentes ni místicas, sin melancolías, sino de lo simple, la que late en buena parte de la poesía joven, a pesar de las diferentes poéticas internas que en ella conviven.
En este punto hay una herencia evidente de un lejano Hugo von Hoffmansthal quien en su Carta de Lord Chandos escribe: «Sentía un inexplicable malestar con sólo pronunciar “Espíritu”, “alma” o “cuerpo”. […] [P]orque las palabras abstractas que usa la lengua para dar a luz, conforme a la naturaleza, cualquier juicio, se me descomponían en la boca como hongos podridos».
Y de un modo más reciente lo hallamos en una carta de Pere Gimferrer a Leopoldo María Panero: «en poesía es más importante la palabra manzana que la palabra soledad».
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Se busca en el presente una ruptura con las viejas palabras que pierden ya su sabor, se tornan hongos podridos. Un ejemplo lo podemos situar en el poema que da título al libro de Gragera, Adiós a la época de los grandes caracteres:
«Alzar la voz en este cuarto vulgar de primer piso, vertedero de armarios
y secretos generalizables, resulta algo ridículo. Aunque también lo
sea depurar ciertas palabras de su exceso de infinito».
Alzar la voz ya no es posible. Hay una necesidad de superar ese exceso de infinito, ese gesto ridículo. Esta idea la trabaja perfectamente Abraham Gragera en éste su primer libro, Adiós a la época de los grandes caracteres. El título ya nos pone sobre la pista de la vivencia de un tránsito o un límite. ¿Habrá una bienvenida tras ese adiós anunciado por el poeta? ¿Cuál es ésa época? ¿Cuáles esos grandes caracteres?
Un primer pensamiento nos lleva al terreno de la filosofía. Es decir, al adiós a los grandes relatos como anunciaba la teoría filosófica del último tercio del siglo pasado; adiós a las nociones esencialistas de la realidad, al aura irrepetible de la obra, a la racionalidad puramente objetivista, al absolutismo de la razón, de la verdad, etc. Pero, ¿es ante eso donde nos sitúa el poeta? ¿Son esos los grandes caracteres?
No hay una respuesta sencilla, y creo que un objetivo tan ambicioso propio de filósofo sistemático no estaba en la mente del poeta. Pero hay algo más. Una lectura entrelíneas del título nos pone en el camino de una posible propuesta ironista. ¿Cuánta ironía cabe en un simple gesto de despedida?
En el libro de Gragera se conjugan ambos movimientos hacia dentro y hacia fuera del poema. Así lo observamos en los doce poemas que como un único andamio soportan la fuerza del libro. Desde ese fugaz y tenso inicio:
«Aún es pronto, demasiado pronto para el ojo / pero
tarde, muy tarde ya para el pensamiento»
hasta el fascinante e hipnótico «Sobre el amor» que cierra el libro, el poeta nos lleva de la mano por derivas donde la realidad queda en suspenso, en el aire, y uno lo va leyendo sin posibilidad de asidero.
Los referentes caen, decimos adiós con el poeta, y vivimos arrojados, como indica Gragera en el poema que da título al libro, en esa novela abierta «donde nada ha sucedido aún». El poeta, pues, nos invita a vivir continuamente en un espacio entre, de tránsito, sin lugar preciso. Por ello sostiene:
«Ah la realidad
no se puede
permanecer en ella ni intentar
ir más lejos»
El sujeto poético vive así, en su gesto de despedida, entre el ya-no de una experiencia y el todavía-no de otra realidad esperable:
«Como la luz
que es lo que es
porque no cabe»
Así la escritura se dibuja como una mediación. La nostalgia (ese regreso-doloroso, nostos-algion, en su sentido etimológico) es la factura y la fractura en la que se sitúan estos poemas, y por extensión, el poeta y el lector.
Decir adiós es siempre, como intuye el poeta, vivir en una frontera. Por eso la inestabilidad, la imposibilidad de una autodefinición precisa del sujeto poético. Escribe:
«Inestabilidad, tienes nombre de milagro. Somos nosotros los que decimos
adiós, los que decimos… Ah, qué no te regalaría si supiera cuánta fruta es un
buen regalo… Estaba todo lleno de racimos. Y todos los miraba con nostalgia»
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Javier Rodríguez Marcos, otro de los poetas más interesantes, escribe:
«He de decir, enseguida, que no creo en eso que suele llamarse
realidad trascendente».
Y éste es un motivo generacional. Así la poesía vive en este espacio o instante entre varios puntos, sin posible solución a la vista. No se trata de resolver contradicciones sino de vivir en ellas. Uno de los poetas, junto a Abraham Gragera, que ha desarrollado una poética y una estética tendente hacia esa disolución del proceso creativo y que ha extremado, quizá aún más su potencia por el camino esencial de la ironía, es el poeta Carlos Pardo, fundamentalmente en su libro Echado a perder.
Detengámonos. Desde el romanticismo -o sobre su ausencia-, hay una tendencia general a considerar la creación poética como un renovado encuentro con el mundo. Una renovada forma de entender el mundo que parte de suponer una generalizada experiencia de olvidar lo aprendido, que la mayor parte de los poetas recomiendan a los que aguardan el deseo de volver a hallar un contacto nuevo, ingenuo, con las cosas y con el mundo.
Dicho de otro modo, hay la tendencia a considerar el poema como la conquista de la mirada primitiva, originaria y descubridora del ser. Olvidar lo aprendido, lo pactado, conocido y legislado para renovar la experiencia del mundo.
«Volver a ser el niño que descubre y nombra las cosas
por vez primera y así alcanzar lo inefable»
y en ese descubrir el mundo descubrirnos a nosotros mismos, construir nuestra vida de nuevo. Como bien señala Clément Rosset, «este efecto poético de olvidar lo aprendido, por lo general, ha sido interpretado filosóficamente como un acceso místico a la esencia del ser, una especie de contacto inmediato con una intimidad de lo real confusamente representado como la verdad del ser».
No hay más que pensar en la fenomenología de Husserl o Merlau-Ponty.
Ahora bien, ¿es esto así de sencillo? Más aún, ¿no ha sido esta idea una hipoteca demasiado pesada para la creación poética?
Siguiendo a Rosset, «se puede proponer una interpretación filosófica del olvidar lo aprendido completamente diferente, que hace del edificio y del azar […] el objeto de la contemplación poética. Según esta interpretación, la experiencia de olvidar lo aprendido se limita a olvidar lo aprendido, sin que se obtenga y ni siquiera se busque una visión pura del objeto habitualmente percibido a través de la red de relaciones utilitarias o intelectuales», es decir, ningún objeto en sí se oculta tras las múltiples percepciones usuales.
El poeta se descubre ante el hecho de que lo real es idiota, simple, sin trascendencia. Simplemente está-ahí. Tomemos, pues, el poema de esta forma, como un olvido que reinventa o reescribe sin un plan preconcebido, sin ninguna linealidad ni intención trascendente.
Este es el camino que nos dibuja Carlos Pardo en el mencionado Echado a perder. Los treinta y seis poemas que componen el libro, en lugar de formar un alfa y un omega con el interés de cercar el sentido de un yo plenamente dibujado y pulimentado en sus hechos (en busca de una realidad trascendente), trazan un camino lleno de bifurcaciones, desvíos, saltos imprevistos, haciéndonos conscientes de que no hay un camino definitivo y ni siquiera se desea.
Olvidar lo aprendido supone olvidar lo aprendido y por tanto el poeta (que no descubre ningún ser en sí detrás de lo visible) lo que nos dibuja es una reconstrucción de su historia sin pautas, sin guiones; es la historia en su puro suceder.
Esta, seguramente, es la mayor virtud de este libro: la imposibilidad de su registro en un plano, su carácter impredecible.
Es una casa que no acaba de construirse, o quizá que no permite que nos guiemos fácilmente por ella. El poema ilumina una parte de ese yo poético no para enfocar y hacer de él centro de una historia, sino para investigar si en los límites, en las afueras de ese yo que ahora escribe cabe aún la posibilidad de una vida, aunque sea a la contra. (La escritura del yo se transforma en azar).
El poeta nos vendrá a decir algo tan tremendo e irónico como que la «la vida es algo que ya no me pertenece».
«Los que son como yo
o son yo sobrellevan
cada uno
la carga del más próximo.
Nos deprimimos juntos»
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Así, el libro se abre con lo que aparentemente es un viaje:
«Quien regresa
no del desierto
sino del autobús que viaja
de un oasis a otro,
no ha aprendido a callar»
pero que ha de llevarnos a la pregunta por el quién del poema, por el quién del habla.
Apunta en un poema posterior:
«Nadie pregunta quién pero nosotros,
comparsas del planeta
burgués, comentaristas
del reciclaje, hombres piojo,
medimos la parábola de la próxima elipse
por si acaso quisieran lanzarnos al desagüe
del tiempo
entre los pre y los pos»
No nos cuenta una vida de forma narrativa, lineal, blanda, sino que expresa la tensión misma del vivir, donde la mera anécdota (tan visible en nuestra literatura) se va escurriendo, no se deja atrapar ni identificar fácilmente en la lectura.
Cabe recordar al respecto el poema cuyo arranque es como sigue: «Yo también fui aprendiz en Barcelona».
Podríamos pensar que a continuación nos va narrar una historia acerca de las vicisitudes del aprendiz en cuestión; sin embargo, se lanza hacia una rememoración abierta, integradora, que deja al lector sin aliento y que rompe por completo esa idea inicial de biografía novelada. Por ello, en un poema posterior señalará: «La biografía nos abandonó».
Esto es, no se trata de que el poeta deje a un lado su claro interés biográfico (un interés visible a lo largo del libro) sino que más bien es la tensión biográfica, su cerco estricto y narrado, lo que expulsa finalmente al poeta, lo que le hace desistir.
La biografía se convierte entonces en suceso con fecha de caducidad, algo que se pierde fácilmente, que se reinventa. Es necesario un nuevo sentido de lo biográfico dado que la realidad nos lanza al desagüe del tiempo.
En cualquier caso, este aparente nihilismo o pesimismo no permite un desasosiego, una marcada pose de malestar. La insatisfacción es una forma más de estar en el mundo, como cualquier otra e incluso más divertida. Precisamente, el último poema del libro traza este hecho como una especie de (contra)poética:
«No era yo
ni era el propio lenguaje
quien hablaba, sino un experimento
de humanos con cultura
[…]Porque era vanidad
querer narrar la vida
aun más cubierta de su camuflaje […]
y vanidad hablar
del mundo como de la superficie que devuelve el reflejo
de uno mismo asombrado»
El reflejo no desvela una identidad. Y en el mismo poema, y como conclusión al libro, Pardo vuelve al principio y si allí afirmaba que «no ha aprendido a callar», aquí nos desvela al final la causa:
«Hablar para salir airoso de la vida
por los caminos del lenguaje.
Y aquí termina la insatisfacción»
El lenguaje es herramienta clave en la construcción de Echado a perder; un lenguaje que atrae hacia el verso ideas dispares, derivas del pensamiento, imágenes sin fondo aparente pero con proyección. Un lenguaje que puede en ocasiones parecer gratuito, pero que encierra elementos importantes para la poética del autor, donde la frase común se enzarza en una lucha por alcanzar la sorpresa. Lo cotidiano, la expresión diaria queda superada, pero no por un lenguaje elevado o grandilocuente, sino a través de su frenética sucesión.
Por ello escribirá: «Alguien está tensando la malla de los términos», y de esta forma quizá los términos acaben por desfigurar su realidad. En otro momento señala: «Escribo de broma hasta cuando soy tajante». Idea que recuerda a aquella orteguiana que decía: «Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas».
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El poema, por lo tanto, no representa un sujeto que descubre algo, como antes, sino que presenta una serie de circunstancias, simples, sometidas a un lenguaje que no se deja atrapar, que se desmiente a sí mismo a cada paso, insatisfecho, donde la ironía (algo que ya se podía intuir en su anterior libro Desvelo sin paisaje) crece como elemento creativo fundamental. Ironía al modo de Schlegel, es decir, como recurso para mantener su obra en perpetuo devenir, inagotable en sus significados, progresiva, permaneciendo tanto el autor como su objetivo artístico en una superación constante de las limitaciones.
Por ello la escritura se convierte en contra-biografia, porque no nos dibuja un sujeto plenamente formado como una escultura reconocible en todos sus límites, sino más bien una conciencia que se va desmembrando, o mejor dicho, que no se sujeta a simples moldes formales.
De esta forma hallamos versos donde el sentido se difumina:
«No sólo al extender la alfombra de la causa
con ganas de decir basalto a los reproches
con la esgrima de la separación
bipartita del mundo»
La musicalidad se rompe dejando su lugar a un ritmo sincopado, un ritmo compuesto a partir de una sucesión de notas a contratiempo.
«Descuidado
del rítmico bastón
soy como un tonto en
constante preiluminación»
El poema para Carlos Pardo, y es algo observable en varios poetas, tal y como hemos analizado, no es un espejo que busca su reflejo lineal y pulido, sino que es sucesión, suceso invertido, lenguaje común bajo sospecha, reflexión amorosa, dispersión biográfica, ironía…
El poeta polaco Adam Zagajewski, en este contexto, se ha convertido en poco tiempo en una referencia teórica clave.
Fundamentalmente con el ensayo En defensa del fervor, donde apunta: «Siempre volveremos a la cotidianidad: tras haber vivido una epifanía o haber escrito un poema entraremos en la cocina para preguntarnos qué hay para almorzar; y después abriremos un sobre con la factura del teléfono. Oscilaremos sin cesar entre Platón el inspirado y Aristóteles el práctico… Por suerte, ya que en caso contrario en lo alto nos acecharía la locura, y en lo bajo el aburrimiento». Y más adelante precisa:
[El estilo elevado se desprende de una conversación incesante entre dos esferas: la
espiritual, cuyos guardianes y creadores son los muertos, como Virgilio en la Divina
Comedia , y, por otro lado, la del presente eterno, nuestro camino, nuestro instante único,
el cajón del tiempo en que nos ha tocado vivir. El estilo elevado hace de intermediario
entre los espíritus del pasado y la provisionalidad del presente, entre Virgilio y los jóvenes
que, absortos en el rock, se deslizan sobre monopatines por las tersas aceras de la
ciudades occidentales, entre el pobre y solitario Hölderlin y los turistas alemanes
achispados que por la noche vocean por los callejones estrechos de Lucca, entre lo
vertical y lo horizontal. […] El estilo elevado nace como una respuesta a la trascendencia,
una reacción al misterio, a lo supremo.]
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En uno de los poemas de Zagajewski incluido en Deseo, titulado «Houston, a las seis de la tarde», lo escenifica poéticamente del siguiente modo:
«La poesía invoca la vida sublime,
pero lo que es bajo también es elocuente,
más audible que la lengua indoeuropea,
más fuerte que mis libros y mis discos»
En este arco se sitúa buena parte de la nueva poesía española. Veámoslo con un ejemplo evidente, donde ese carácter intermediario entre los espíritus del pasado y la provisionalidad del presente, propia del nuevo estilo elevado, se torna paradigmático. Se trata de un poema de Juan Antonio González Iglesias, incluido en Un ángulo me basta de 2001.
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personal. Gratuitos. Pero hay algo
hay algo que me inquieta en esos megas.
Su lenguaje me suena a tentación antigua.
Megas ilimitados, ¿para qué?
Las ciudades inmensas, el desierto,
las universidades, los gobiernos del mundo
y sus monarquías, las empresas
incluso
los intelectuales,
pueden necesitarlos,
pero no yo, que alguna vez traduje
a Horacio y sé que existen
límites para todas las cosas, que es distinta
la línea
del laberinto, que mis propios límites
en el espacio y en el tiempo tienen
un nombre simple que me gusta: cuerpo.
Definitivamente
quiero tener los mismos límites que las cosas.
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