andrés neuman

 

anatomía sensible

 

magnitud de la cabeza

 

 

2019

 

 

 

[ezcol_1third][/ezcol_1third] [ezcol_2third_end] Para bien o para mal, aquí empieza y concluye la persona.

 

Sus puntos de partida y sin retorno parecen concentrarse en esta aparatosa corona que desafía el equilibrio de la especie.

El pacto entre cabeza e individuo funciona con implacable reciprocidad.
La primera sostiene al segundo, con frecuencia a pesar de sus emociones; y este debe soportar las múltiples cargas de aquella. Tal es el caso de las tradicionales cabezadas, que someten nuestra rectitud a la gravedad del sueño.

La cabeza puede pensarse en bloque, como un pesado todo. O bien como recipiente con ínfulas de contenido, una oquedad en torno al gran secreto. Las reglas de juego cambian cuando agita su sonajero de ideas. Es también cómplice del trajín like/dislike de nuestro tiempo: se pasa el día asintiendo o negando. Cada uno de estos tics, en apariencia irresistibles, tiene su propia dinámica.

Los síes comprometen a los sótanos occipitales y la vértebra Atlas, que sujeta el mundo mental. No es nada fácil asentir varias veces consecutivas, ya que el trabajo de la cabeza al dejarse caer y enderezarse de nuevo resulta extenuante. El placer de la negativa se nutre en cambio de la inercia, reproduciendo sin esfuerzo los noes. Tan solo se requiere el concurso del sujeto cabezón.

El repertorio de caricias capitales presenta numerosas inflexiones.
Conocemos la de ternura, con tendencia a circular por la región frontal o parietal. La condescendiente, que aplica un irritante repiqueteo en la coronilla. La protectora, con participación de ambas manos en la región temporal. Mayor duración muestran la de consuelo, respetuosamente limitada a las zonas posteriores, o la provocadora, a base de palmaditas laterales que repercuten en el hueso esfenoides y la paciencia del prójimo.

Para nuestra mano entrometida, cada cráneo infantil representa una lámpara de Aladino: esperamos que brote alguna maravilla. Si este ademán se acompaña de grititos y onomatopeyas, la malaventura quedará garantizada.

 

Dos cabezas que se encuentran son capaces de todo. De producir conceptos más altos que la suma de sus vuelos. De anularse entre sí, desperdiciando con ejemplar torpeza sus respectivos recursos. Y de leer a la vez una misma línea de la realidad, acto que las corrientes esotéricas llaman telepatía y que aquí denominaremos atención en equipo. Dominan asimismo el arte de encajar o permutarse en el saludo, bordeando la acrobacia cuando incluye un intercambio de dos, tres o más besos.[/ezcol_2third_end]

 

En ausencia de roce, se distinguen los siguientes niveles de reconocimiento: alzado, inclinación y reverencia. Esta última exige a ambas cabezas un plus de coordinación, para evitar que el protocolo devenga en accidente. Pero la testa es además instrumento de la mayor agresión en un bípedo con malas intenciones. Irónicamente, la trayectoria de este ataque comprende el arco de todos los saludos antedichos. Podemos observar una variante en el choque de cornamentas viriles, ceremonia de selección del macho alfa, mientras su comunidad evoluciona hacia las líderes omega.

 

Si tenemos en cuenta el desorbitado número de tareas que se ve obligada a simultanear, la cuestión del tamaño está lejos de resultar baladí. Ello no impide que, como de costumbre, la magnitud dependa de la destreza. Las cabezas voluminosas escenifican la amplitud natural del pensamiento, que rara vez acepta límites. Camuflarlas no es menos dificultoso que llevarles la contraria. Las pequeñas poseen un talento innato para acotar y reducir problemas que en cualquier otra se agigantarían. Por regla general, se lucen a posteriori. Las medianas llegan al sentido común con envidiable facilidad. No hay sombrero que deje de darles la razón.

 

En cuanto a su forma, las dolicocéfalas o aplastadas abundan en quienes sienten el peso de cada opción, cada argumento, cada error. Las braquicéfalas o alargadas suelen preocuparse bastante menos y se enfocan en sus aprendizajes; de ahí su diseño vertical. De contextura más afilada, las ovocéfalas analizan sin miramientos. Su aerodinámica logra que las críticas pasen con rapidez. No faltan investigadores empeñados en catalogarlas como étnicas. Cometen un desliz de principiantes: no ser conscientes de su propia tribu.

 

En mitad de estas consideraciones, o justo delante de ellas, sobresale una invitada estelar. La única, la grande, la inconfundible frente. Su prominencia desconoce el pudor. Taparla es todo un reto: siempre se escaparán porciones entre el flequillo, rodajas bajo el gorro. Pergamino vital, en ella va inscribiéndose la historia de su cabeza. Por eso los liftings y otros borrados revisten aquí consecuencias fatales. El oficio de cubrir cabezas abarca de lo sagrado a lo iconoclasta, desde el temor divino hasta una irreverencia de suburbio, sin renunciar a la bohemia.

 

El sombrero les presta alas, en busca de una elevación acaso inalcanzable para lo que en realidad contienen. Menos aspiracional, la gorra las adorna sin transformarlas. Si el turbante las retuerce en consonancia con su lógica, un casco se propone resguardar, sustituir, omitir las cabezas. El modelo obrero finge cuidar del trabajador, que se lanza sin otras precauciones a la intemperie laboral. El deportivo incorpora protecciones delanteras, tonos épicos y fines millonarios. Saltando al templo, una kipá corona la bóveda de la fe y un hiyab envuelve el trance de la plegaria.

 

En postura cabizbaja las inquietudes se agolpan bruscamente en la zona frontal, produciendo un efecto de maraca. Para ladear la testa, basta trasladar algunas dudas hacia los parietales. El retroceso se consigue amontonando los olvidos en el fondo occipital. Cuando lo acontecido no cabe en su reducto, solo queda agarrarse la cabeza.

Nos consta que sus juicios engendran monstruos. Dos bestias mitológicas, Cefalea y Migraña, la asedian sin piedad. Y no descansarán hasta que el cráneo pose calavera y Migraña, la asedian sin piedad. Y no descansarán hasta que el cráneo pose calavera.

 

 

 

 

 

 

 

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