eloy tizón

  

fragmento de diario

 

 

Esta calle de Madrid, en la que vivo ahora, me trata bien, se porta bien conmigo, me cuida,

nos tenemos mutuo aprecio.

Es tranquila y arbolada, rodeada de pequeños islotes de jardín.

Hay una tienda de marcos, una autoescuela, un herbolario, una óptica, una farmacia, un puesto

de frutas y verduras, varias iglesias de distintas confesiones, bastantes bares rebosantes donde

corre con alegría la espuma de la cerveza y el consultorio de un hombre que se anuncia como:

«Maestro Yi. Transmisión de energía», en donde nunca he puesto los pies y de donde nunca he

visto salir ni entrar a nadie.

Pese al letrero, parece que es poco lo que se transmite allí. Unos grandes ventanales sin visillos

permiten ver su interior. Dentro del consultorio del maestro Yi está sentado el maestro Yi, mano

sobre mano, contemplando con expresión atónita el aire.

El maestro Yi debe de ser una especie de chamán curalotodo. Un gurú. Viste un chaleco multiusos,

tanto en invierno como en verano, color café con leche, uno de esos que usan los exploradores

y aventureros (o todo lo contrario), numeroso de bolsillos, enrevesado de historiadas trabillas y

secretas utilidades.

Esta suerte de Indiana Jones de la curandería resulta ser un oriental triste, de unos 55 años, de

bigote lacio y melenita, al que un día sorprendí en el supermercado de la esquina cargando su carro

hasta arriba con botellas de whisky, de la marca más barata.

 

Así es mi calle. Cuando la luz se filtra entre las ramas de las acacias, se descompone en un rico

tapiz de follaje que avanza como un túnel verde y amarillo. Se encuentra a una distancia razonable

de los cines, cafés y librerías del centro, sin padecer sus agobios. Está bien comunicada y todas las

tiendas quedan cerca, basta con estirar la mano; no tengo la menor queja del barrio.

Cuando me marche de aquí, va a dolerme su pérdida. 

Esta calle es perfecta para mí. Me saluda con pájaros y cartas. Me regala su aroma medicinal a pan

crujiente y tinta de periódico. Me tiene afecto, no se enfada conmigo cuando la traiciono por otras calles

peores o mejores, es comprensiva sin resultar absorbente.

 

A veces ronronea de autobuses, petardea de motos, se vuelve epiléptica de taladradoras insufribles,

pero nunca presume ni se da importancia de avenida; conoce sus limitaciones y las acepta. La calle

y yo y todo lo vivido en ella a lo largo de estos tres últimos años, todo lo que he escrito, amado, sufrido

y visto.

Es una calle que invita al optimismo moderado y a la fe en la humanidad. Esta calle genial desemboca

unos metros más abajo, de manera educada, en una fuente con surtidor y rotonda y un tiovivo, que

lleva mareando a la infancia desde tiempos remotos con su musiquilla circense. Y un poco más allá se

deshilvana en un mar de ocres, de morados, de azules tirando a malvas, todos los colores vegetales

del parque, en cuyo estanque se encallan tres pedazos auténticos del Muro de Berlín con sus grafitis

originales, transplantados aquí para cumplir una función decorativa.

 

En febrero, cuando abonan los jardines, por toda mi calle se extiende un olor a sidra y excrementos.

Los domingos y festivos cae sobre el barrio una campana de silencio, como si el barrio entero contuviese

la respiración ante el paso de un cortejo fúnebre, y no se oye un solo sonido, un ladrido más alto que otro,

nada, todo parece almohadillado, envuelto en fundas, tan solo hay algunos pequeños ruidos tristes,

dominicales (de bricolaje y quiniela), rápidamente disueltos en una luz gorda de holgazanería y helicópteros

morados.

Aterricé aquí por accidente, un día al caer la tarde, después de una ruptura amorosa, y ha resultado ser un

destino inmejorable. Como nada hay definitivo en esta vida, en que todo es provisional, interino, reversible y

urbanizable, sé que un día perderé esta calle, este ritmo del tráfico y la lluvia, este vaivén del sol en las

persianas, o de nieve en las capuchas, o de viento en las terrazas, lo perderé todo, todo, por enésima vez

tendré que empaquetar mis cosas y marcharme de aquí con mis cajas de mudanza, quién sabe cuándo, quién

sabe adónde.

Lejos.

Cerca.

A otra calle y otra existencia soleada desde la cual soñaré, tal vez, con una calle como esta.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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