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francis

ponge

 

antología

crítica

 

 

gog y magog

Buenos Aires

2016

traducción y notas de Waldo Rojas

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el objeto es la poética

 

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La relación del hombre con el objeto no es en absoluto solo de posesión y de uso. No, sería demasiado sencillo.

Es harto peor: los objetos están fuera del alma, por supuesto; sin embargo son también nuestro plomo en la cabeza.

Se trata de una relación con el acusativo.

El hombre es un curioso cuerpo, que no tiene en sí mismo su centro de gravedad.

Nuestra alma es transitiva. Requiere de un objeto que la afecte, como su complemento directo, acto seguido. Se trata de la relación más grave (para nada con el tener sino con el ser).

Más que todo otro hombre, el artista soporta su carga y acusa su golpe.

Por fortuna, sin embargo, ¿qué es el ser?

-Solo hay maneras de ser sucesivas. Hay tantas como objetos. Tantas como parpadeos. Tanto más cuanto que, convertido en nuestro régimen, un objeto nos concierne, nuestra mirada lo ha cercado y lo discierne. Gracias a los dioses, se trata de una ‘discreción’ recíproca; y el artista pronto da en el blanco. Sí, solo el artista, entonces, sabe cómo hacer.

Deja de mirar y ejecuta su tiro. El objeto por supuesto acusa el golpe. La Verdad retoma el vuelo, indemne. La metáfora acaba de tener lugar.

Si no fuéramos sino que un cuerpo, lo más seguro es que estaríamos en equilibrio con la naturaleza.

Pero nuestra alma ocupa el mismo lado nuestro en la balanza. Pesado o leve, no lo sé.

La memoria, la imaginación, los afectos inmediatos, la recargan; sin embargo, tenemos la palabra (o algún otro medio de expresión); cada palabra que pronunciamos nos aliviana.

En la escritura la palabra se pasa incluso para el otro lado.

Pesados o leves, pues, no lo sé, tenemos necesidad de un contrapeso.

El hombre no es más que un pesado navío, un pesado pájaro sobre el abismo.

Eso sentimos.

Cada ‘battibaleno’ nos lo confirma. Batimos la mirada, como el pájaro sus alas para mantenernos.

Ora en la cresta de la ola, tanto en la creencia de abismarnos. Eternos vagabundos, por lo menos mientras estamos vivos.

Pero el mundo está poblado de objetos. En sus orillas, su multitud infinita, su acopio, se nos parecen más bien  indistintas y vagas. La que, no obstante, basta para tranquilizarnos.

Porque también es algo que sentimos, cada uno de ellos, a nuestro amaño, cada vez, puede convertirse en nuestro punto de amarre, el jalón en que apoyarnos.

Le basta con hacer el peso. Mucho más que de nuestra mirada, es entonces asunto de  nuestra mano, -sepa ella llevar la maniobra a cabo.

Basta, digo, con que haga el peso.

La mayor parte de ellos no hace el peso.

El hombre, muy a menudo, no echa mano sino a sus emanaciones, a sus fantasmas. Tales son los objetos subjetivos.

No hace más que valsar con ellos, cantando todos la misma canción; luego, alza el vuelo en compañía de ellos o  se abisma.

Tenemos, pues, que escoger objetos verdaderos, objetando indefinidamente nuestros deseos. Objetos que cada día escojamos y volvamos a escoger; y no ya como decorado, como nuestro marco; más bien como espectadores nuestros, jueces nuestros: para que no seamos, por supuesto, ni sus comparsas de baile ni sus payasos.

Nuestro secreto consejo, al fin y al cabo.

Y montar así nuestro templo doméstico: Todos y cada uno de nosotros conocemos, supongo su  Belleza.

Ella se mantiene al centro, fuera de alcance.

Todo en orden en torno a ella.

Ella, intacta.

Fuente de nuestro patio.
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