francisco umbral

 

diario de un escritor burgués

 

 

1979

 

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jueves

 

 

 

No vuelvo del sueño, sino de la muerte. Me despierto, por las mañanas, como si viniera de mucho más lejos que el sueño. Un sueño de ocho horas. Me despierto roto, cansado, dolorido y asustado como si viniera de una larga muerte. Sólo cuando enciendo la lámpara y miro el reloj empiezo a estar medianamente seguro de que no me he despertado en un cementerio.

Me arrastro hasta la ducha, que es la primera cosa viva que me toca. Me gustaría que luego me tocasen otras cosas vivas: por ejemplo alguna señorita. Pero eso no siempre ocurre, ay. Efectivamente, la ducha es la señorita de los que no tenemos señorita. La ducha le acoge a uno, le acaricia, le moja, le ensaliva, le besa. La ducha, primero te asusta, como las señoritas, porque es frígida, como las señoritas, y suelta agua fría. Pero luego se va templando, como las señoritas.

Salido del romance con la ducha (que tampoco llega nunca a nada, como los romances de la prensa del corazón), me peino el pelo largo, me afeito la barba obstinada (siempre con máquina eléctrica) y me visto de pobre, que es como se va a gusto. Luego, por la tarde, quizá, habrá que vestirse de menos pobre para alguna estupidez con moqueta y whisky, pero mi mañana harapienta no me la quita nadie.

Enciendo las estufas. Apago las estufas. Como siempre tengo frío y la calefacción me parece poco, y la chimenea está apagada, las estufas son los motores a reacción de mi hogar solitario, de un hogar que se ha quedado silencioso, vacío, triste, invivible, como un avión fantasma volando por la nada astral, sin pasajeros, con los motores de las estufas.

Bajo a la calle con la bufanda por la boca, para no coger la faringitis que cojo siempre. Es una bufanda blanca que me ha regalado una amiga. Blanca, de punto, larga, con flecos. Una bufanda como un chal elegante o una toquilla de viejo, de vieja. Está entre el chal y la toquilla. Los días buenos me siento gran dama con el chal. Los días malos me siento vieja con la toquilla. Ay.

 

El portero, Mariano, barre la alfombra del portal, vestido de mono azul. Buenos días, Mariano. Luego, hacia las doce, baja a su casa a ponerse el uniforme. Somos el discreto encanto de la burguesía. Somos una coña. Mariano es el hombre más sensato de todo el inmueble. Los demás somos locos, tarados, burgueses, psiquiatras, modistas y señoritas solas con perro.

La quiosquera es guapa y está buena. Tiene la salud del frío mañanero en su rostro, y una expresión de bondad e ironía que me gusta. La locura de las revistas, la galaxia Gutenberg, los periódicos extranjeros, a ver lo que ha salido y lo que no ha salido. Me llevo unas cuantas cosas. Señoritas desnudas y políticos hipócritas. Hay el día afortunado en que además encuentro un buen libro. Una novela de Simenon o un libro de Pierre Daninos.

 

En la rotisserie compro una aguja de ternera y una cocacola del tiempo, para desayunar. En la rotisserie me despacha una francesa vieja y melosa, o una española joven, maciza, suculenta, fea y simpática.

—¿Por qué siempre la cocacola del tiempo? —dice la francesa.
—Por la garganta.
—Pero usted no es un cantante.

Ah, la lógica cartesiana. Cómo explicarle a esta dama francesa que yo canto todas las mañanas en silencio y a solas. Canto varios artículos al piano de la máquina de escribir. Ya otra vez en casa, vuelta a darle a las estufas. Desayuno la aguja de ternera, la cocacola, dos optalidones, una ampolla de vivalen o de astenolit, o un sobre de prevalón, esas cosas que tomamos a partir de los cuarenta para sentirnos otra vez más atrás de los cuarenta. A la cocacola le pongo un poco de ginebra o de whisky o de vodka, según las botellas que haya por la casa. Muy poco.

O un chorrito de ron. El ron me lo regalan o viene de Puerto Rico. Las otras bebidas no sé quién me las regala. Están ahí. No soy bebedor. Lo único que hago es subirme un poco la tensión, porque soy levemente hipotenso, y hay que elevarse al nivel de las metáforas, las imágenes, los chismes, las anécdotas y el lenguaje.

Un señor que sale de la sepultura y además es hipotenso, suele moverse por debajo de ese nivel. Los artículos de periódico están un poco más arriba.

La aguja de ternera está buena. El cubalibre está rico. La sacarina está dulce y amarga. El astenolit está amargo y sabe a jarabe de infancia. Me leo despacio los periódicos, las revistas. Leo mis propios artículos, incluso, y las referencias que hacen de mí aquí o allá. Busco temas. Aunque los temas andan ya por la cabeza. Hay que esperar a que los lobos de las ideas, que andan por el monte, bajen a la aldea de la prosa. Claro que lo mejor para escribir es ponerse a escribir.

De modo que me pongo a escribir. Esto que he anotado es la prehistoria de un artículo. A partir de aquí empieza el artículo. Y así cada día.[/ezcol_2third_end]

 

 

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domingo

 

 

 

Lo que tengo, con ser poco, no me parece mío. Estas paredes, este castillo de libros, como castillo de naipes, estas cuatro cosas, ¿de quién son, qué las sostiene, cómo han nacido? Muebles que me reconocen, ropas que me saludan y hablan de mí dentro del armario, lámparas bajas para iluminarme el miedo. Lo que tengo, con ser poco, no me parece mío.

¿La propiedad es un robo? Seguro. No me siento dueño de lo poco que tengo, carezco del sentido de la propiedad como algunos enfermos carecen del sentido de la orientación. Podría darlo todo y me quedaría más libre. Si pierdo lo que tengo, qué esbeltez. A mayor propiedad, menor sentido de la propiedad. Cuando sólo tenía un reloj de bolsillo, lo amaba. Ahora no tengo mucho más, pero me parece milagroso que esté ahí, que las paredes se tengan en pie, que los libros mantengan su cohesión, que los muebles no se declaren en huelga. Todo esto ha nacido de la nada, de la escritura diaria, de las palabras que están en el diccionario, en la calle, y son de todos. Por eso quizá no es mío lo mío. Porque lo he comprado con palabras, que no son de nadie. Sólo en alguna época, un leve miedo a perder algo. Ahora, perdido todo secretamente, me maravilla que me siga fiel, que esté ahí cada mañana, al despertarme, que no hayan huido las hojas de los libros, como hojas de árbol, que no hayan desertado las paredes.

Una casa, en fin, con sus picaportes y sus contrafuertes, nacida de esta actividad en la que no creo, de este oficio fantasmal de escribir, que no sirve para nada ni en nada se materializa. Por ahí voy a una sensación de irrealidad que puede ser patológica, lo sé, y que se acentúa.

La otra tarde, en cambio, paseando por el campo, vi mis huellas de ida en el camino de vuelta. Estuve contemplando la firmeza del tacón en la arena. ¿Adónde iba yo tan seguro, hace un momento? Esas huellas sí me dieron la noción de mí, esas huellas perdidas en el campo. Mucho más que todo lo que tengo y he elegido.

Uno no se ve nunca a sí mismo. Uno se sorprende a sí mismo de tarde en tarde, casualmente, en unas huellas, en un espejo, en un papel. De ahí la insatisfacción, quizá. De ahí toda la crueldad por imponer el yo. Porque el yo siempre nos falta.

No me veo a mí mismo. Veo cómo me ven los viejos, los jóvenes, pero a mí no me veo. Los viejos me ven joven, los jóvenes me ven viejo. Estoy en esa edad intermedia en que despierta uno recelos biológicos en todo el mundo. A los jóvenes quiero robarles algo, no sé qué. Los viejos quieren darme algo, tampoco sé qué, sospecho que su tristeza. Y veo todas estas cosas, pero a mí no me veo. Empieza a haber ya un cierto confort en encontrarse uno con los de su edad. Una complicidad generacional que es complicidad en la muerte, claro.

Consisto en mis medicinas. Ya he reseñado algo de eso en este diario. (Escribo en este diario después de haber escrito para los periódicos, para los demás. Esto es escribir para mí mismo, descender a mi fondo, no muy profundo por otra parte; relajarme. Aquí no tengo que ser gracioso ni agudo ni ingenioso ni agresivo ni brillante ni comprometido: qué bien). Consisto en mis medicinas. Optalidón para escribir, mexaferment para la digestión, valium o mogadón para dormir, protéctor o cualquier otra cosa para el neurovegetativo. El médico me diría que puedo prescindir absolutamente de todo.

Y lo sé.

Pero no prescindo, porque son medicinas para el miedo. Antibióticos para la faringitis, astringentes para la colitis. Cosas, no para el miedo de morir, sino para el miedo de vivir. Las necesito, o hago como que las necesito, para eso que decía antes de la brillantez o la agresividad. Para escribir este diario, este libro, no las necesitaría. Esto es una medicina, una purga suave, una verdad.

La verdad es la mejor medicina y no necesita medicinas. Pero, en la medida en que soy mentira, consisto en mis medicinas.

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martes

 

 

 

Lo de menos, en el orgasmo, es el orgasmo, claro. El orgasmo lo tiene uno asegurado. Lo que buscamos, ya, lo que hemos buscado siempre, es esa alfarería giratoria del cuerpo femenino, ese proceso de la belleza en acto, la bella y la bestia conviviendo en el cuerpo de la mujer, entablando su dialéctica como sólo pueden entablarla en el momento sexual. Asisto a eso, lo contemplo sin imparcialidad, pero sin turbiedad. Presencio la geometría apasionada del cuerpo de la mujer desnuda (la frase debiera haberse inventado para esto) y no hay otro espectáculo en que la vida se modele a sí misma de manera tan inspirada. Leda y el cisne son una misma cosa. La mujer es Leda y el cisne. Sin el cisne no habría mujer y sin Leda no habría mito.

 

Porque nos educaron en el mito de la mujer como esfinge, como madre inconmovible, como cosa deseable e indiferente, estatua sin sexo. Y de ahí la curiosidad insaciable e infantil que conservamos por la estatua derribada, por la mujer deshecha, por la esfinge que se transforma en sexo a nuestros ojos. Sólo el acto sexual desencanta a la mujer, encantada de siglos por una cultura alienante que la ha querido hierática. Aunque ya no sean hieráticas, nosotros seguimos viéndolas así. Por eso necesitamos una y otra vez el espectáculo simple y apasionado de su verdad. De su sexualidad.

Figuras de mujer. La pianista atónita de desnudo enorme y lento. La muchacha del pueblo, violenta en el amor como un guerrero cartaginés. La criatura botticelliana de perfil fino y cuerpo sólido. Desnudos que se multiplican a sí mismos en el desnudo, imaginación de la carne, milagro al que asisto y asistiré consternado hasta la muerte. Jamás me he acostumbrado a un cuerpo de mujer. Como jamás se acostumbra uno al mar, al cielo. No. La carne no es ciega ni torpe. Es imaginativa, creadora, artista. Se modela y remodela a sí misma. Acierta siempre. Hay una inteligencia de la línea y el volumen que va pasando, movible, del seno a la cadera y del muslo a la espalda. Invisibles ardillas de luz y bulto viajan por el cuerpo de la mujer.

Por el tronco del árbol de la mujer.

Lo canalla. Me asomo a veces, desganadamente, a lo canalla. A la posible vida de farra —hoy risible— que podría haber sido mi vida según la fascinación que, de niño, me producían los tangos y milongas canallas que cantaba mi tía. ¿Qué es lo canalla? Lo canalla es la miseria que se cree fascinante. A mí sólo de muy joven me fascinó lo canalla. Hoy creo que lo canalla es un problema de empleo fijo. Con un empleo fijo se acaba el canalla, la canalla, lo canalla. Desde Baudelaire a Bataille hay una sublimación de lo canalla. Lo canalla, que un día me dio miedo, un sugestivo miedo, hoy me da sueño. Los marxistas lo han llamado lumpenproletariado. Lo han desmitificado. Lo canalla da un Baudelaire por siglo. Habitualmente no da nada. Es una manera de perder el tiempo. Lo canalla oficial, profesional, es lo menos canalla de la vida. Los grandes canallas no hacen vida canalla. Lo canalla no es el mal. Es sólo el folklore del mal.

De paseo, por el campo, unas mujeres de negro que van, que vienen hacia el pueblo. De cerca, unas jóvenes y otras viejas. Todas de negro implacable, obstinado, unánime. Se vuelven a mirarme. Me vuelvo a mirarlas. Tarde oscura y campo mojado. En seguida, unas ovejas que balan como niñas, entre escombros y desperdicios. Un pastor borroso y un perro que pone su dispersión de ladridos en la soledad. Las ovejas entran gimientes y no sé si felices en el redil. Allá, en Madrid, la gente se está matando. La ignorancia armada, la iracundia pagada, el dinero sangriento. Estudiantes acribillados de monedas culpables. ¿Les encontrarán, entre el plomo y la sangre, la moneda de oro asesino que dispara el crimen? Por esa moneda podría identificarse toda la conjura del capital.

 

En el hipermercado, cada niño sentado en la breve y alta silla del carro de la compra que empuja el padre, la madre. Mínimo gobernador presidiendo la comarca de las frutas y las conservas familiares. La ausencia espantosa del hijo muerto, en torno de la cual gira este libro y toda mi vida. Niños de hoy para la guerra de mañana. Me acuesto temprano. Me entrego al sueño deseando que sea la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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