Charles Simic: cómo resumir un año

un año en fragmentos

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Charles Simic

Durante el paseo de esta tarde he visto un escaparate repleto de manicuras trabajando, un frutero

en la acera que regaba sus tomates y pimientos con una manguera y un farmacéutico que le vendía algo a un anciano

mientras le guiñaba un ojo.

Estaba escribiendo un ballet para la radio, ¿o es que había oído mal en aquel ruidoso restaurante?

Hace cincuenta años la colada aún colgaba de las escaleras de incendios en el East Side. Los vecinos

se sentaban en las escaleras de entrada charlando amigablemente en las tibias noches de verano y los muchachos

aburridos lanzaban gatos desde las azoteas para pasar el rato. Los escritores y los poetas, destinados a permanecer

ocultos, escribían febrilmente mientras todos los demás dormían y negras barcazas se deslizaban por el East River

llevándose toneladas de basura hacia el mar.

Tengo un cajón lleno de relojes averiados, algunos de ellos pertenecientes a mis difuntos padres y otros

míos, todos los que he sido incapaz de reunir el valor para tirar a lo largo de los años y que contemplo y acaricio al

menos una vez al año.

Un gran Buda de piedra de la India soporta con una avergonzada sonrisa la humillación de ser fotografiado

en un museo de Chicago con un grupo de revoltosos chicos de instituto, una chica con el pelo pintado de morado

y un anillo en la nariz llega incluso a escalar a su regazo para rodear con un brazo su hombro como si fuera su novio

o su querido tío.

Una habitación sin amueblar para alquilar con bastante luz y una mosca en el techo para hacerle a uno

compañía.

«Jesús es disparar una pistola» en el lateral de una caravana en Alabama.

«¿Hay hoy porcentualmente más idiotas en el mundo que en otras épocas anteriores?» pregunta Teofil Pancic,

un columnista de Vreme, el diario semanal de Belgrado. Su respuesta es que solamente lo parece, porque hoy se nos

ve más, se nos oye más, y, por supuesto, estamos conectados mediante Internet. En el pasado, opina ingeniosamente,

todo el mundo era un idiota independiente, aislado no solamente del resto de la humanidad, sino también de sus colegas

idiotas, por lo que cuando se le ocurría alguna estupidez, no había oportunidad alguna de ser conocido instantáneamente

por los idiotas en Tasmania o Uzbekistán.

SE BUSCA: Tragafuegos submarino busca una bailarina tántrica para unírsele en el fondo del mar y hacer

juntos pompas de jabón.

Renovaron la sórdida manzana de pequeñas tiendas mal iluminadas con sus expositores de pulseras del amor,

aros para la nariz, cartas del tarot y palitos de incienso en donde hace muchos años vi a un joven con sangre en la

camisa blanca haciendo pompas de jabón en la acera, la cara chupada y afligida excepto cuando se llenaba los carrillos

de aire. Su vida, dijo ella, era un desafinado piano tocado con pasión.

Esta noche me he sentado a escuchar a cinco candidatos a la presidencia ofreciendo sus imaginarias soluciones

para un país que no existe.

«Las enfermedades imaginarias son mucho peores que las reales, porque son incurables», me decía un viejo

amigo que camina con cierta dificultad.

Cuando el huracán Sandy golpeó nuestra casa era como estar dentro de un submarino que sonaba como

un tren de mercancías. Mucho de lo que ven nuestros ojos y escuchan nuestros oídos se pierde en la traducción.

Pasado un coche calcinado, una nevera rota, y montones de electrodomésticos oxidados, corrimos cogidos

de la mano hacia un campo cubierto de maleza en flor.

«Cuando Alfred estornudaba despertaba a los muertos». Me gustaría ver eso en su lápida.

«Un despertador sin manecillas, haciendo tictac en el vertedero municipal» es como se describía a sí mismo.

Da la impresión de que a los desnudos en un museo les gusta ser mirados tanto por hombres solitarios

como por grandes grupos de gente. Es como si hicieran sobresalir más sus pechos, como si dejaran que los dedos

se les deslizaran un poco más abajo hacia la entrepierna. Solo los guardias, observo, mantienen la mirada baja como

si las mujeres que estamos comiéndonos con los ojos fueran sus mujeres y sus hijas.

No hay nada más libidinoso que la mente de un mojigato.

Esta cucaracha que asciende a toda prisa por la pared de la cocina debe de haberle echado un vistazo

a su reloj.

En las edades pasadas, cuando los ministros del rey y los astrólogos predecían erróneamente el resultado

de alguna campaña militar y conducían al país a la catástrofe, eran públicamente torturados y ejecutados.

En nuestros días, continúan siendo considerados como expertos en política exterior y aparecen con frecuencia

en la televisión y en las páginas de opinión difundiendo nuevas y desastrosas políticas para la nación.

No hay nada más aburrido en toda la creación que un poeta que le dice al lector que está escribiendo un

poema, que está usando palabras.

En un escaparate abarrotado de una tienda de antigüedades, entre jarrones de porcelana china y relojes de

mesa, hay una pintura al óleo en un marco muy ornamentado de alguna batalla de las Guerras Napoleónicas. Los

cañones aún escupen fuego, la caballería carga con banderas flameando a través del humo negro, pisoteando a los

muertos o a los heridos que se retuercen en su agonía, o que yacen en torno tranquilamente en esta mañana cálida

y húmeda de Nueva York, las calles vacías excepto por el camión de la basura que realiza breves, jadeantes paradas

y molesta a unas pocas palomas.

Le entregaron al amable y anciano caballero que me encontré en la feria de repostería una buena cantidad

de medallas por la miseria que causó en algún país que ya nadie podrá encontrar nunca más en el mapa.

Deberíamos poner un cartel, «Lecciones gratis de tambor», dice mi mujer, para anunciar al pico picapinos de

nuestro jardín que nos está volviendo locos.

Un vagabundo, desnudo hasta la cintura en medio del calor veraniego, rasguea una guitarra invisible mientras

un chico y una chica pasan a su lado besuqueándose.

Al no tener nada que decirle a ella, hizo un avión de papel. Voló alrededor de su hermosa cabeza y se precipitó

en su tazón de sopa de guisantes.

Me apuesto a que todos nuestros electos representantes en Washington emplean una considerable cantidad

de tiempo enfrente de los espejos admirándose a sí mismos. Alzan las narices y las barbillas, miran fijamente al frente

sin mover ni una ceja ni un músculo, después sacuden la cabeza solemnemente y se sonríen mientras salen a encontrarse

con el pueblo.

Se sentó en un banco del Washington Square Park a susurrarle algo extremadamente confidencial a su perro,

que estaba sentado enfrente de él con las orejas tiesas, meneando la cola prudentemente de vez en cuando.

El nombre del camarero era Drácula; o debería haberlo sido. Me trajo dos tostadas seriamente quemadas

en un plato blanco.

Ahora que lo pienso, una vez vi a un hombre vestido por completo como un indio, plumas y todo, cruzar la

octava con la treinta y ocho a las cinco de la mañana comiéndose un trozo de pizza.

Una larga noche revolviéndome y girándome en la cama de un hotel, incapaz de dormir. Mientras tanto,

en la habitación de al lado, una pareja que había llegado tarde no había podido dejar de reírse durante lo que me

habían parecido horas. De vez en cuando me apetecía levantarme y golpear la pared para hacerles parar, pero me

daba miedo que se callaran y me dejaran solo con mis pensamientos.

Infligir dolor en los débiles es el afrodisíaco de los poderosos. Toda persona instruida en los Estados Unidos

sabe que la Seguridad Social es solvente y seguirá siendo solvente durante décadas. La única razón por la que

nuestro Presidente y nuestros dos partidos políticos quieren juguetear con ella es para satisfacer a los sádicos que hay

entre sus adinerados contribuyentes a los que su dinero y su poder no les aportará felicidad mientras los pobres, los

enfermos, y los ancianos no nos quedemos completamente desamparados.

La cruz que todo hombre y mujer debe cargar durante su vida son incluso más visibles en este anochecer

oscuro y lluvioso de noviembre.

Mi vida es tan real como la tuya, decía el grillo en el matorral mientras iba cayendo la noche.

Charles Simc, 31 de diciembre, 2012


The New York Review of books

 

Traducción de Andrés Catalán

 

A Year in Fragments


Charles Simic

On my walk this afternoon, I saw a store window full of manicurists at work, a green grocer

on a sidewalk watering his tomatoes and peppers with a hose, and a pharmacist sell with a wink something

to an old man.

He was writing a ballet for the radio, or did I hear that wrong in that noisy restaurant?

Fifty years ago washing still hung from fire escapes on the East Side. Neighbors sat on the stoops

chatting amiably on hot summer nights and bored boys threw cats from rooftops to pass time. Writers and poets,

destined to remain obscure, wrote feverishly while everyone else slept and black barges glided on the East

River taking loads of garbage out to sea.

I have a drawer full of dead watches, some of them belonging to my late parents and the others mine,

which I could not bring myself to throw out over the years and which I look at and touch at least once a year.

A huge stone Buddha from India enduring with an embarrassed smile the indignity of being

photographed at a Chicago museum with a bunch of unruly high school kids, one girl with purple colored hair

and a ring in her nose even going so far as to climb into his lap and wrap an arm around his shoulder as if he

were a boyfriend or beloved uncle.

A bare room for rent with plenty of sunlight and a fly on the ceiling to keep one company.

“Jesus is a gun being fired” on the wall of a trailer in Alabama.

“Are there more idiots in the world today percentagewise than in some earlier ages?” asks Teofil Pancic,

a columnist for Belgrade’s weekly Vreme. His answer is that it only seems so, because today they are more visible,

more audible, and, of course, connected by the Internet. In the past, he wittily observes, everyone was his own idiot,

isolated not only from the rest of mankind, but also from his fellow idiots, so that when something stupid occurred

to him, there was no chance of it instantly becoming known to idiots in Tasmania and Uzbekistan.

WANTED: Underwater fire-eater looking for a tantric dancer to join him on the bottom of the sea and blow

some soap bubbles with him.

They renovated the seedy block of small, poorly-lit shops with their dusty displays of love bracelets, nose rings,

tarot cards, and sticks of incense where many years ago I saw a young man with blood on his white shirt blow soap

bubbles on the sidewalk, his face pinched and troubled save when he filled his cheeks with air.

Her life, she said, was an out-of-tune piano played with passion.

This evening I sat listening to five presidential candidates offering their imaginary solutions for a country

that doesn’t exist.

“Imaginary maladies are much worse than the real ones, because they’re incurable,” an old friend who walks

with difficulty was telling me.

Hurricane Sandy battering our house was like being inside a submarine that sounded like a freight train.

Much of what our eyes see and our ears hear is lost in translation.

Past a torched car, the broken refrigerator, and piles of rusty appliances, we ran holding hands toward a

field covered with flowering weeds.

“When Alfred snored he woke the dead.” I’d like to see that on his gravestone.

“An alarm clock with no hands, ticking on the town dump,” is how he described himself.

Nudes in a museum give the impression that they like to be looked at both by lone men and by large groups

of people. It’s as if they stick their boobs out farther, let their fingers wander down to their crotches a bit more.

Only the guards, I notice, keep their eyes lowered as if the women we are ogling are their wives and daughters.

There’s nothing more lewd than the mind of a prude.

This cockroach running up the kitchen wall in a big hurry must have just peeked at its watch.

In ages past when the royal ministers and astrologers wrongly predicted the outcome of some military

campaign and lead the country into catastrophe, they were publicly tortured and executed. In our days, they continue

to be regarded as foreign policy experts and appear regularly on TV and in op-ed pages peddling disastrous new

policies for the nation.

There’s nothing more boring in all of creation than a poet who tells the reader that he’s writing a poem, that

he is using words.

In a crowded window of an antique store, among Chinese porcelain vases and mantle clocks, is an oil painting

in a heavy ornate frame of some battle fought in the Napoleonic wars. Its cannons are still coughing fire, the cavalry

charging with flags flying through black smoke, trampling on dead and wounded men writhing in agony, or lying about

peacefully on this hot and humid New York morning, the street empty save for a garbage truck making brief, wheezy

stops and annoying a few pigeons.

They gave the nice old gentleman I met at the bake sale several medals for the misery he caused in some

country that no one could find any longer on the map.

We ought to put up a sign, “Free Drumming Lessons,” my wife says, to advertise the woodpecker in our yard

that has been driving us nuts.

A homeless man, bare to the waist in the summer heat, strumming an air guitar as a boy and a girl pass by smooching.

Having nothing to say to her, he made a paper airplane. It flew around her pretty head and fell into her bowl

of pea soup.

I bet all our elected representatives in Washington spend a great deal of time in front of mirrors admiring

themselves. They lift their noses and chins, stare straight ahead without moving an eyebrow or a muscle, then nod

their heads gravely and smile to themselves as they go out to meet the people.

He sat on a bench in Washington Square Park whispering something extremely confidential to his dog,

who sat before him with ears perked, wagging his tail cautiously from time to time.

The waiter’s name was Dracula—or it should have been. He brought me two pieces of badly burnt toast

on a white plate.

Come to think of it, I once saw a man in full Indian costume, feathers and all, crossing 8th Avenue and 38th

Street at five in the morning eating a slice of pizza.

A long night of tossing and turning in a hotel bed, unable to fall asleep. Meanwhile, in the next room, a couple

who had come in late couldn’t stop laughing about something for what seemed like hours. Every now and then, I wanted

to get up, bang on the wall and make them stop, but was afraid they’d fall silent and leave me alone with my thoughts.

Inflicting pain on the weak is the aphrodisiac of the powerful. Every informed person in the United States knows

that Social Security is solvent and will remain solvent for decades. The only reason our President and our two political

parties want to tinker with it is to please the sadists among their wealthy contributors for whom their money and power

bring no happiness as long as the poor, the sick, and the elderly among us are not completely destitute.

The crosses all men and women must carry through life are even more visible on this dark and rainy November

evening.

My life is as real as yours, said the cricket in the thicket as night fell.

 

December 31, 2012, 9:46 a.m.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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