el ensayista se entretiene en ponernos en situación: en la situación de Juan Eduardo Cirlot, un tipo de 50 años 

que, una calurosa tarde de verano, se metió en un cine para ver ‘El señor de la guerra’. No contaba con que

se enamoraría de una actriz -Rosemary Forsyth-, una campesina del siglo XI. 

El ensayista no tiene dudas: dice que Cirlot se enamoró de ella para toda la eternidad. Sabíamos que el amor

es eterno mientras dura -aunque sea solamente unos días-, pero no sabíamos que puede ser eterno/eterno, es decir,

por encima del tiempo de una manera que parece ser absoluta. 

Hay que admitir que la historia de amor de Cirlot es extraña, aunque seamos realmente reacios a considerar extraña

cualquier cosa que pase o no pase en el amor -y no sólo en el amor, naturalmente-.

El criterio de los clásicos es muy claro: un amor no correspondido no es amor. No está tan claro, sin embargo, que

el de Cirlot fuese un amor no correspondido, pero aún menos claro que fuese -de alguna manera- correspondido.

Tal vez ese ‘nunca lo sabremos’ del ensayista incluya otras cuestiones -además del difícil asunto de lo que ocurrió

en el interior de Cirlot mientras veía la película-. 

A poco que nos dejemos llevar, nos entra la curiosidad: ¿intentó ponerse en contacto con Rosemary, que era una

actriz joven que vivía en el mundo? ¿pensó en intentarlo? Todo parece indicar que se enamoró de la muchacha

del siglo XI y nunca pensó en alcanzarla a través de la actriz. 

Es una historia extraña, hermosísima, imposible: una historia de amor eterno que hizo que el tipo que se metió

en un cine, una calurosa tarde de verano, escribiera después el ciclo Bronwyn. 

 

 

 

 

 

Una lectura de Bronwyn, de Juan Eduardo Cirlot

 

Por Raúl Hernández Garrido. Profesor en Comunicación Audiovisual

de la Universidad Francisco de Vitoria, de Madrid.

 

 

Ésta es una extraña historia de amor.

Cualquier historia de amor necesita de la coexistencia de dos partes -sin que eso suponga o no que haya

correspondencia de sentimiento entre ambas; en la historia a la que nos referimos sólo hay una parte.

Una historia de amor se basa en el encuentro de esas dos partes en un mismo tiempo y en un mismo espacio;

en esta historia en la que sólo hay una de las dos partes tenemos dos tiempos y dos espacios muy diferentes.

Un espacio y un tiempo perteneciente a nuestra realidad más inmediata, y otro espacio y otro tiempo,

correspondientes respectivamente a una época a la vez soñada y a la vez mítica, y a un lugar legendario,

a un mismo tiempo historia y literatura.

Esta historia de amor nace en una tarde de verano de 1966, y como muchas otros romances, su comienzo

se sitúa en la oscuridad cómplice de un cine.

En ese día, que presumiblemente era un día caluroso, Juan-Eduardo Cirlot (1916-1973) compró su entrada

para ver una película insólita en su época: El Señor de la Guerra (The War Lord, 1965) de Franklin J. Schafner.

Cirlot, intelectual de 50 años, reconocido crítico de arte, músico frustrado, poeta vanguardista maldito y coleccionista

de espadas, no era consciente de lo que le iba a suceder cuando las luces de la sala se apagaran.

Tampoco podemos asegurar que en esa sala, en la que seguramente no había muchos espectadores aunque

sí demasiado calor; que en esa sala y en ese mismo momento, mientras la película se proyectaba sobre la pantalla,

la visión de la actriz Rosemary Forsyth, emergiendo desnuda de las aguas de una laguna, llegara a ser apreciada

por Cirlot como el choque radical que luego llegó a alterar su forma de vivir y sentir.

No sabemos qué ocurrió entonces, en ese preciso momento, en el interior de ese hombre, en ese cine a oscuras.

Nunca lo sabremos.

No sabemos si fue entonces cuando Cirlot sintió ese amor tan extraño y profundo por la imagen de esa mujer;

no sabemos si entonces fue consciente de la extraña pasión que empezaba a poseerle; no sabemos si pudo calibrar

entonces de forma consciente todas las asociaciones que entre lo más objetivo y lo más subjetivo estaba

desencadenando la visión de ese film, y en concreto, la imagen de Rosemary Forsyth, incorporando a una pueblerina

celta del siglo XI, que emerge de las aguas para encontrarse con los espectadores del film.

Y entre todos esos espectadores, para encontrarse, en esa tarde de verano del 66 y ya para toda la eternidad,

con Juan Eduardo Cirlot.

Tal vez fue luego, mucho más tarde, cuando lo que Cirlot vio en esa película y en ese momento concreto de una tarde

de verano reveló su importancia para él y para el mundo. Realmente, la visión de esta más que interesante película,

hoy prácticamente olvidada, y de esta joven actriz prometedora, que luego se limitó a incorporar roles secundarios,

no puede explicar de forma completa el complejo proceso por el cuál Cirlot puede desarrollar con tanta fuerza creativa

su ciclo Bronwyn.

 

 

 

CIRLOT:

Imágenes, Símbolos, Bronwyn.

Una lectura de Bronwyn, de Juan Eduardo Cirlot

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