Michelle
Tal vez para sorprender o para sobrecoger a los viandantes, Michelle se ha puesto bocarriba los ojos más grandes que hay en su ajuar. Quizá tiene la ventaja de ser joven: si tuviera que hacerlo todo otra vez, aún le quedaría tiempo.
Dentro de los ojos húmedos se ha puesto la mirada redonda de salpicar, y más cerca, la nariz, que le baja estirándose como un goterón solo, con la barriga pálida. Con su expresión nos viene a decir que todas las cosas llegan, le hacen daño y se van. Pero también nos dice que la ciudad es un corral de hombres, y que, cuando se está en el dolor, nadie continúa siendo la misma persona, sobre todo porque el dolor siempre cumple lo que promete.
Lo de Michelle es que es mucho, tal vez demasiado. Un buen día se dijo: ya que vivimos sólo una vez, por qué no vivir de pobre. O, mejor: no puedo perder el tiempo en ganar dinero. Y ahí está, con esas manchas que la pobreza de solemnidad, la miseria, pone o deja en la piel, como si el barro o la ceniza o el humo negro se hubieran apoyado de codos en sus sienes, en su frente, en su cuello.
A cambio de tanta miseria, sólo Michelle puede ver los abismos que hay bajo las flores que cubren la tierra. A veces, cuando se entrega a alguien, lo hace no sólo a pedazos, sino también sin motivo: no pide los veinte euros de cualquier chapuza sexual. Cree, se dice, que todo saldrá en la colada.
Con todo, estos retratos de Lee Jeffries son, con frecuencia, excesivos: tienden a fatigar la atención porque a menudo les faltan los bastidores de la escena, el entorno concreto de una pared de ladrillos, de un suelo de cemento, de un cielo de nubes que nos recuerden que el presente es falso y que la vida miente.
Uno, como sencillo merodeador, cree que la única justicia que nunca debería faltar, que siempre se tendría que cumplir es que nadie, nunca, quedara reducido a cero. Lo dijo el poeta, claro: la totalidad está presente incluso en las piezas rotas, especialmente en las piezas rotas.
Merodeos, Narciso de Alfonso
La humanidad última de Lee Jeffries.
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