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Marosa di Giorgio
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MISALES
Relatos eróticos
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1a ed.
Buenos Aires
El Cuenco de Plata, 2005
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misa final con Lavinia
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-Señora Lavinia.
Lavinia estaba parada inmóvil en mitad del campo. Con la manta negra y el ramo de lilas
y de hilos en la alta frente (como las antenas de un bicho).
La madre de Aurora le habló.
-¿Va a irse a su casa, señora Lavinia?
-Mi casa está aquí. Es esta. Ya eché el cerrojo y tengo las llaves, aquí.
Pero, sólo seguía parada, inmóvil, en mitad de ese campo.
Algunos decían que estaba viva.
Otros que estaba muerta.
Otros que estaba enferma.
Que era y no era.
Y que una loca era.
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Protagonizó años y años atrás, una casi increíble historia. Y la historia no existe. Sólo ella la ve.
De continuo venía la noche como siempre; pasaron velozmente y en vuelo las cosas, los seres,
las águilas, los corderos en tropa.
El viento del este trae las aguas y las lleva al oeste.
Se oyó algo como un gran manotazo y era la lluvia; ya había comenzado el aguazal, los cristales
corrientes, anchísimos.
La madre de Aurora gritó:
-Señora Lavinia, véngase abajo de mí alero, se va a ahogar.
Pero, la veía quieta, inmóvil, con la manta negra, las antenas, las flores, transparentándose entre
las aguas.
La madre de Aurora pensaba: ¡Se habrá ahogado de pie. Se habrá ahogado ya!
Hasta que la lluvia paró de golpe. A las nueve de esa noche.
Lavinia apareció como siempre. Debajo de las nubes -éstas no se fueron- salió un sol rojo:
una yema de huevo, un rojo choclo con granos apretados y rojos e ígneo el vello.
Entonces, Lavinia tuvo un leve impulso, abrió las alas.
La madre de Aurora, azorada, le dijo:
-Va a empezar a andar, señora? Señora Lavinia… ¿se va?…
Era una noche negra sin una hendija.
Y ese sol no podía alumbrar.
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