me caigo y me levanto

Nadie puede dudar de que las cosas recaen.

Un señor se enferma, y de golpe un miércoles recae.

Un lápiz en la mesa recae seguido.

Las mujeres, cómo recaen.

Teóricamente a nada o a nadie se le ocurriría recaer pero lo mismo está sujeto, sobre todo porque recae sin conciencia,

recae como si nun­ca antes.

Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado. A esa blancura, ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo?

El mero permanecer es recaída: el jazmín, entonces.

Y no hablemos de las palabras, esas recayentes deplorables, ni de los buñuelos fríos, que son la recaída clavada. 

Contra lo que pasa se impone pacientemente la rehabilitación.

En lo más recaído hay siempre algo que pugna por rehabilitarse, en el hongo pisoteado, en el reloj sin cuerda, en los poemas

de Pérez, en Pérez.

Todo recayente tiene ya en sí a un rehabilitante pero el problema, para nosotros los que pensamos nuestra vida, es confuso

y casi infinito.

Un caracol segrega y una nube aspira; seguramente recaerán, pero una compensación ajena a ellos los rehabilita, los hace

treparse poco a poco a lo mejor de sí mismas antes de la recaída inevi­table.

Pero nosotros, tía, ¿cómo haremos? ¿Cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien,

tan café con leche, y no podemos medir hasta dónde hemos recaído en el sueño o en la ducha?

Y si sospechamos lo recayente de nuestro estado, ¿cómo nos rehabilitaremos?

Hay quienes recaen al llegar a la cima de una montaña, al terminar su obra maes­tra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda

recaída va de arriba abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está.

Probablemente Ícaro creía tocar el cielo cuando se hundió en el mar epónimo, y Dios te libre de una zambullida tan mal preparada.

Tía. ¿cómo nos reha­bilitaremos? 

Hay quien ha sostenido que la rehabilitación sólo es posible alterándose, pero olvidó que toda recaída es una desalteración,

una vuelta al barro de la culpa.

Somos lo más que somos porque nos alteramos, porque salimos del ba­rro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios.

Un recayente es entonces un desalterante, de donde se sigue que nadie se rehabilita sin al­terarse.

Pero pretender la rehabilitación alterándose es una triste redundancia: nuestra condición es la recaída y la desalteración, y a mí me

parece que un recayente debería rehabilitarse de otra manera, que por lo demás ignoro.

No solamente ignoro eso sino que jamás he sabido en qué momento mi tía o yo recaemos.

¿Cómo rehabilitarnos, entonces, si a lo mejor no hemos recaído todavía y la rehabilitación nos encuentra ya rehabilitarlos?

Tía, ¿no será ésa la respuesta, ahora que lo pienso? Hagamos una cosa: usted se rehabilita y yo la observo.

Varios días seguidos, digamos una rehabilitación continua, usted está todo e| tiempo rehabilitándose y yo la observo.

O al revés, si prefiere, pero a mi me gustaría que empezara usted, porque soy modesto y buen obser­vador.

De esa manera, si yo recaigo en los intervalos de mi rehabilitación, mientras que usted no le da tiempo a la recaída y se rehabilita

como en un cine continuado, al cabo de poco nuestra diferencia será enorme, usted es­tará tan por encima que dará gusto.

Entonces yo sabré que el sistema ha fun­cionado y empezaré a rehabilitarme furiosamente, pondré el despertador a las tres de

la mañana, suspenderé mi vida conyugal y las demás recaídas que co­nozco para que sólo queden las que no conozco, y a lo mejor

poco a poco un día estaremos otra vez juntos, tía, y será tan hermoso decir:

“Ahora nos va­mos al centro y nos compramos un helado, el mío todo de frutilla y el de usted con chocolate y un bizcochito.”

Julio Cortázar

La vuelta al día en ochenta mundos

Siglo XXI editores

4ª edición


 

 

 

 

 

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