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dos historias a mi manera
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Una vez que no tenía nada que hacer hice, para divertirme, una especie de ejercicio de escribir.
Y me divertí.
Tomé como tema una doble historia de Marcel Aymé. Hoy he encontrado el ejercicio, y es así:
Buena historia de vino es la del hombre a quien el vino no le gustaba, y Félicien Guérillot,
precisamente dueño de viñedos, era su nombre (inventados los nombres, el del hombre y el de
la historia, por Marcel Aymé, y tan bien inventados que sólo la verdad les faltaba para ser verdaderos).
Había vivido Félicien —si hubiese vivido— en Arbois, tierra de Francia, y casado con una mujer
que no era ni más bonita ni bien formada que lo necesario para la tranquilidad de un hombre honrado.
Era de buena familia, pese a que no le gustaba el vino. Y, sin embargo, sus viñas eran las mejores del
lugar.
Ningún vino le gustaba, y en vano se habría afanado buscando aquel que hubiese querido librarlo de la
maldición de no amar la excelencia de lo que es excelente. Puesto que, aun en la sed, que es la hora de
aceptar el vino, el mejor trago le sabía a cosa mala. Leontina, la esposa que no era ni mucho ni poco,
ocultaba ante él la vergüenza de todos.
La historia, ahora reescrita enteramente por mí, continuaría muy bien (y mejor aún si su núcleo nos
perteneciera, dadas las buenas ideas que tengo acerca de cómo concluirla). Parece, sin embargo, que
Marcel Aymé, que la había comenzado, en este punto de la descripción del hombre que no amaba el vino
se enfadó con la historia misma.
E intervino en persona para decir: Pero de pronto esta historia me fastidia.
Y para huir de ella, como el que bebe vino para olvidar, he aquí que el autor se pone a hablar de
todo lo que podría inventar respecto de Félicien, pero que no inventará porque no quiere. Y mucho lo
lamenta, pues hasta llegaría a hacer que Félicien fingiese temblores alcohólicos para ocultar ante los
demás la falta de temblores.
Buen autor, este Marcel Aymé. Tan bueno que ocupó varias páginas en torno a lo que inventaría de
haber sido Félicien una persona que le interesase.
La verdad es que Aymé, mientras va contando lo que inventaría, aprovecha para contar de todos
modos; sólo que nosotros sabemos que no es así, pues lo que sería no vale hasta que no es inventado.
Y es al llegar a este punto cuando Aymé pasa a otra historia.
No queriendo saber más de la historia del vino triste, se traslada a París, donde toma a un hombre
llamado Duvilé.
Y en París es al contrario: a Étienne Duvilé le gustaba el vino, pero no tenía. La botella es cara, y
Étienne es un funcionario del Estado. Aunque le gustaría corromperse, pero la ocasión de vender o
traicionar al Estado no se presenta todos los días. La ocasión de todos los días era una casa llena de
hijos, y un suegro que vivía comiendo sin parar. La familia soñando con la mesa llena, y Duvilé con el
vino.
Y resulta que un día Étienne sueña realmente, con lo cual queremos decir que esta vez soñaba
mientras dormía. Pero justo ahora que deberíamos contar el sueño —puesto que Marcel Aymé lo hace
ampliamente— es cuando a nosotros ça vraiment nos fastidia.
Escamoteamos lo que el autor quiso narrar, tal como a nosotros nos escamoteó el autor lo que de
Félicien queríamos oír.
Sólo se diría aquí que, tras el sueño de un sábado por la noche, a Duvilé le empeoró mucho la sed.
Y el odio hacia el suegro parecía una sed más. Y tanto se fue complicando todo, siempre con la causa de
la originaria falta de vino, que por causa de la sed casi mata al padre de su esposa, de la cual Aymé no
explica si era o no bien formada, por lo visto ni sí ni no, sólo el vino importa en la historia.
De soñar dormido pasó a soñar despierto, que ya es enfermedad. Y quería Duvilé beberse el mundo entero,
y en la delegación de policía manifestó el deseo de beberse al delegado.
Hasta hoy permanece Duvilé en el asilo de locos, y no se ve que le llegue la hora de salir, pues los
médicos, no entendiéndole el espíritu, lo someten a la cura con excelente agua mineral, que sacia las
sedes pequeñas pero no la grande.
Mientras tanto Aymé, tal vez invadido él mismo de sed y de piedad, espera que la familia de Duvilé
lo envíe a la buena tierra de Arbois, donde aquel primer hombre, Félicien Guérillot, después de
aventuras que merecerían ser contadas, le ha tomado gusto al vino.
Y como no nos dicen de qué modo, por aquí nos quedamos nosotros también, con dos historias no
muy bien contadas, ni por Aymé ni por nosotros, que de querer el vino poco se ha de hablar, y mucho
en cambio del vino.
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duas histórias a meu modo
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Uma vez, não tendo o que fazer, fiz uma espécie de exercício de escrever, para me divertir.
E diverti-me. Tomei como tema uma dupla história de Marcel Aymé. Encontrei hoje o exercício, e é assim:
Boa história de vinho é a do homem que deste não gostava, e Félicien Guérillot, dono exatamente de
vinhedos, era o seu nome – inventados nomes, homem e história por Marcel Aymé, e tão bem inventados
que para ser verdade só da verdade careciam.
Viveria Félicien – se vivesse – em Arbois, terra de França, e casado com mulher que não era nem mais
bonita nem mais bem-feita do que é necessário para a tranqüilidade de um honesto homem.
De boa família ele era, apesar de não gostar de vinho. E no entanto as melhores do lugar eram as suas
vinhas. De nenhum vinho gostava, e em vão procurava aquele que o libertasse da maldição de não amar
a excelência do que é excelente.
Pois que mesmo na sede, que é hora de aceitar vinho, o melhor gole a ele sabia a coisa ruim. Leontina,
a esposa que não era nem muito nem pouco, com ele ocultava de todos a vergonha.
A história, agora por mim inteiramente reescrita, continuaria muito bem – e melhor ainda se a nós o seu
núcleo pertencesse, pelas boas idéias que tenho de como terminá-la. Marcel Aymé, porém, que a começou,
neste ponto da descrição do homem que não amava vinho parece que da história mesma se enojou.
E ele próprio interferiu para dizer: mas de repente ela me chateia, essa história.
E para desta escapar, como quem bebe vinho para esquecer, eis que o autor começa a falar de tudo o que
poderia inventar a respeito de Félicien, mas que não inventará porque não quer.
Lamenta muito, pois até chegaria a fazer com que Félicien fingisse tremor alcoólico a fim de esconder
dos outros a falta de tremor.
Bom autor, esse Marcel Aymé. Tanto que várias páginas gastou em torno do que ele mesmo inventaria
se Félicien fosse pessoa que lhe interessasse.
A verdade é que Aymé, enquanto vai contando o que inventaria, aproveita e conta mesmo – só que nós
sabemos que não é, porque até no que se inventa não vale o que apenas seria.
E é nesse ponto que Aymé passa para outra história. Não querendo mais história de vinho triste, para
Paris se muda, onde pega um homem chamado Duvilé.
E em Paris é o contrário: Etienne Duvilé, esse gostava de vinho mas não o tinha. Garrafa cara, e Etienne
funcionário estadual. Bem que gostaria de se corromper mas vender ou trair o Estado não é ocasião que
apareça todos os dias. A ocasião de todos os dias era uma casa cheia de filhos, e um sogro que de comer
sem parar vivia. A família sonhando com mesa farta, e Duvilé com vinho.
E vai um dia Etienne sonha mesmo, com o que desejamos dizer que dessa vez enquanto sonhava dormia.
Mas agora que o sonho deveríamos contar – pois que Marcel Aymé o faz e longamente – agora é a nós
que ça vraiment nos chateia.
Escamoteamos o que o autor quis narrar, assim como foi escamoteado pelo autor o que de Félicien
queríamos ouvir.
Dir-se-á aqui apenas que Duvilé, após o sonho de um sábado, à noite, de muito piorou na sede. E o ódio
pelo sogro mais uma sede parecia. E tanto foi tudo se complicando, sempre tendo como causa a falta
original do vinho, que de sede quase mata o pai de sua esposa, que esta Aymé não explica se era ou
não bem-feita, pelo visto nem sim nem não, só o vinho na história importa.
De sonho dormido passou a sonho acordado, o que já é doença. E queria Duvilé beber todo o mundo,
e no distrito policial manifestou desejo de beber o comissário.
Permanece até hoje Duvilé no asilo de alienados, e não se vê hora dele sair, já que os médicos, não lhe
entendendo o espírito o submetem à cura de excelente água mineral que estanca sedes pequenas e não
a grande.
Enquanto isso, Aymé, talvez de sede e piedade, ele mesmo tomado, espera que a família de Duvilé o
envie à boa terra de Arbois, onde aquele primeiro homem, Félicien Guérillot, depois de aventuras que
mereceriam ser contadas, o gosto pelo vinho já pegou.
E, como não nos dizem de que modo, também por aqui ficamos, com duas histórias não bem contadas,
nem por Aymé nem por nós, mas de vinho quer-se pouco da fala e mais do vinho.
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Lispector, Clarice, 1925-1977
Felicidade clandestina: contos / Clarice Lispector
Rio de Janeiro: Rocco, 1998
EDITORA ROCCO LTDA.
Rio de Janeiro, RJ
estabelecimento do texto
MARLENE GOMES MENDES
(Dra. em Literatura Brasileira pela USP /
Profa. de Crítica Textual da UFF)
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Clarice Lispector
CUENTOS REUNIDOS
Prólogo de Miguel Cossío Woodward
Traducciones del portugués de
Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,
Marcelo Cohen y Mario Morales
1974, Lispector, Clarice
2008, Siruela
Colección: Libros del tiempo, 275
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