Hortensias en la misa

Era una casa sola con el techo a dos aguas y un gran hueco en el centro, una casa posmoderna

( … ) y un gran ribete de hortensias; éstas agigantadas y en un pardo azul; o blancas, o color de rosa;

como azaleas y lloviznas.

Señora Dinorah la bordeó de noche y casi sonriendo.

Entonces, apareció el Novio. Rígido traje. Camisa de organdí de novio, de muerto. La breve melena

algo inflada al aire. Le dijo:

-Señora Dinoráh, yo soy su Novio. Y es hoy la boda.

-Cómo?

-Sí. Y acá.

Ella trastabilló. Quiso respaldarse en las hortensias y éstas cedieron por los tronquillos. Entonces,

el sostén vendría sólo de ella misma.

Del pavor, un rato después se le cayó un huevo blando rodando de su interior entre las piernas y

hasta el suelo con un leve Plap. Un huevo virgíneo, sin galladura, claro.

El Novio se dio cuenta, a pesar de la noche. Y parpadeó. Luego, se recompuso y dijo:

-Bien, venga señora Dinoráh. Vamos a la casa.

Acentuaba la a. Era gracioso, y señora Dinorah casi sonrió a pesar de lo aterrante de la situación.

Así llegaron a la casa. Se miraron de pie. No había ningún asiento. Él dijo:

-Es extraña esta ciudad. Compuesta sólo por esta casa.

-Sí.

Y agregó:

-Señora, usted pone huevos, ¿no es cierto? 

-Y…

-Bien, entonces, quítese esos mantos.

Los mantos eran tres. Afuera, uno negro; azul el de la mitad. Y otro negro después. E iban con  

cadenillas para que no se corriesen.

Señora Dinorah vio por la mirada de él, la urgencia, sin dilación.

Desprendió los broches. Cayó un manto. Quedó con el celeste radioso igual que el cielo.

Miró al Novio así, a ver si se detenía ante algo tan celeste. Pero, no. Cayó el velo ése y el otro negro.

Quedaron las tres livianas capas en el piso.

Señora Dinorah quedó desnuda. Larga y blanca como una vara, como un manojo.

Se le transparentaban los huevos en procesión, los huevos blancos de convento, diáfanos y brillantes

como lágrimas. Él agregó:

-Sepamos, señora Dinoráh, que hoy tendrá su minuto de gloria y del final.

¡Oh! aún no había iniciado él esta frase y ya, la víctima, señora Dinorah la víctima, la había oído toda

y se escapó de las manos de plata del Novio e ingresó a la hortensia.

A zarpazos desapareció ahí. Las flores se estremecían, giraban, hicieron como un huracán, un

murmullo disimulante y quedaron juntas y quietas.

El Novio llegó y se detuvo. Ingresar en las flores y buscar? No era tan absurdo. Todo el plantío se

había cerrado como un mar.

Pasada una larga hora, señora Dinorah se alzó apenas, con levedad, sacó un ojo temblando por

ver qué había. No vio nada, pero, igualmente se agachó a esperar un poco aún. Y así, otras veces.

En una de esas postraciones abrazó sin querer en el suelo, algo vivo, caliente, grueso, liso, un

cerdito de jardín, le pasó la mano por el pelo, lo besó de pronto en la boca, (pero qué ocurrencia)

él le devolvió el beso con lengua rosada, espesa, de clavelinas y jamón; después él se le atrevió a

un seno y al otro, se abrazaron a jugar, rodaron juntos por lo hondo de las plantas, hasta que

sucedió todo y todo sucedió. Luego de un rato se oyó un tremendo ¡Ah!

En el linde del jardín, el Novio se reconstituyó . .Quedó de nuevo, delgado y alto, con manos largas,

rostro pálido.

Con una de estas manos cruzó la luna, pareció saludar, despedirse

y saludar.

-Adiós, señora Dinoráh. Era su minuto de gloria y también de muerte.

Como pude, lo hice. A eso venía. No me podía ir, si no.

Adiós, señora, adiós y adiós.

Marosa di Giorgio

Misales. Relatos eróticos 

1ª ed.

Buenos Aires

El Cuenco de Plata

2005


 

 

 

 

 

 

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