LA RETICENCIA DE LADY ANNE
EGBERT ENTRÓ EN la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un
palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían
rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la
cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o
abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien
elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los quevedos de Egbert no
ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.
Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo
tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre
las 4.30 y las 6 en las tardes de invierno y finales del otoño; hacía parte de su vida
conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna. Don Tarquinio
se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar
con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigree era
tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de
un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había
bautizado Don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro lo habrían
puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.
Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por
iniciativa de lady Arme, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.
—Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas —anunció—;
pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.
Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío
con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto,
puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama
de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de The
Yeoman of the Guard, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían
gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por
ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título.
Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra
trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la
anotación marginal de «Malas Nuevas», les sugería la clara lectura de algún desastre
militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros
amigos de inteligencias más obtusas.
Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían
verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo
introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el
platillo de Don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado
fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se
desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo
del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles
en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.
—¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? —dijo él de
buen humor.
Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.
—Supongo que yo en parte he tenido la culpa —prosiguió Egbert, mientras se le
iba evaporando el buen humor—. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar
que soy un ser humano.
Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura
de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.
El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba
sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero
cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. «Nadie
sabe lo que me hace sufrir la mala digestión» era una de sus afirmaciones favoritas.
Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información
disponible pobre el tema habría suministrado material suficiente para una
monografía.
Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.
Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó
a hacer concesiones.
—Tal vez —observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle
Don Tarquinio— toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida
mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.
Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones
le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la
carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron
dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las
boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer
con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero.
Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles
monstruosidades soterradas.
Lady Anne no dio señas de estar impresionada.
Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en
una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era
una humillante novedad.
—Voy a cambiarme para la cena —anunció, con voz a la que pretendió dar una
sombra de dureza.
En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.
—¿No estamos siendo muy absurdos?
«¡Qué idiota!», fue el comentario mental de Don Tarquinio cuando la puerta se
cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas
delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón.
Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a
efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había
creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal;
y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque
había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.
Llevaba ya dos horas muerta.
HECTOR HUGH MUNRO (Saki)
Traducción: Carlos José Restrepo
SIRUELA, 2006
Picasso. 1939. Óleo sobre lienzo. 96.5 x 128.9 cm. Colección Mrs. Victor W. Ganz. Nueva York. Estados Unidos.
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