Un comienzo es un tiempo muy delicado. Todo debe colocarse en un orden casi fulminante.
Basta con parpadear para que desaparezca el momento: ese momento en el que se sabe sin duda
alguna que el universo tiene sentido, como cuando el alba gotea por todas partes y penetra con
esfuerzo en el día.
Hay una luz en algún lugar: puede que no sea mucha luz pero vence a la oscuridad.
La belleza es difícil: pero de pronto Anne está ahí, hermosa como una verdad, como la forma de una
verdad: exquisita de elegancia; deliciosa de fresca juventud; dulce y ferviente y encantadora.
‘Si vinieras en otoño barrería el verano’ –dijo el poeta, y añadió: ‘es tocar el cielo poner el dedo sobre
un cuerpo humano’. Cualquier objeto tiene también su peso indiferente, y su visible exactitud en el
espacio, pero al tiempo de la eternidad le corresponde este encuentro con Anne, vestida de hilo blanco
de encaje, con la espalda escotada con grandes dientes triangulares, como la boca de un tiburón.
Se ha puesto el cuello bonito de los domingos y las piernas de echarse novio, ¿que importa que no pueda
sobrevivir sin un mantenimiento de alto nivel? Queremos, en bruto, su inmensidad y en neto, su boca de
labios apenas entreabiertos; queremos su grato peso y su temperatura mamífera de sangre caliente;
queremos sus sagradas escrituras y su portento.
Tal vez cabe, tendida, en su extensión femenina, en la longitud blanca de sus huesos y de sus hermosísimas
distancias. Dije cuello, dije bruto, neto, tiburón, dije casi: por no llorar.
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