Ashley lleva ropa de color antiguo, o tiene un color de ropa antigua, que quizá
desprende un suntuoso olor a tiempo, a otra época, a viejas costumbres.
Está hermosa de moño rubio y encimero, apretado como una pelota; está hermosa
de mirada sencilla, ingenua; está hermosa de diastema entre los incisivos más
superiores; está hermosa con las dos manos apoyadas de palmas en el suelo, como
sosteniéndose para no caer.
Ay, la ropa antigua, cómo se entreabre y huele a miel quemada, a humo de velas,
a terciopelo rancio. Ashley está hermosa con esas medias hasta medio muslo, que
acaban con adornos como pétalos secos y grandes lazadas de cuerda plana.
Tal vez no puede hacer nada, salvo estarse quieta y mirar, como los pájaros disecados:
está inusualmente fijada al suelo, de manos y de tacones, quizá esperando a la modista
que le está haciendo los últimos arreglos a la falda floral que completa el conjunto.
Pero podemos oler la dulce sombra espesa de la ropa antigua, el grueso polvo que
se levanta en la luz cuando la sacamos del cajón de la cómoda, el aroma acre a semillas
y a tierra y a ceniza.
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